Gran Bretaña y Europa, una relación difícil

INTERNACIONAL

DANNY LAWSON | Reuters

Al viejo escepticismo se ha unido la indignación popular contra la élite política, el miedo al inmigrante y la gestión de la crisis

19 jun 2016 . Actualizado a las 16:32 h.

En 1950 le preguntaron al exministro de Exteriores británico Ernest Bevin sobre la integración europea, que entonces estaba dando sus primeros pasos. Bevin respondió con una extraña mezcla de metáforas: «Si abrimos esa caja de Pandora, nunca se sabe qué caballo de Troya podría salir de ahí».

En esa época, casi todo el mundo en Gran Bretaña compartía la desconfianza de Bevin. Los británicos habían resistido el empuje de los nazis en la Segunda Guerra Mundial y sentían un cierto orgullo de su soledad. «La Europa de las seis naciones, las conocemos bien», decía algunos años después el antiguo primer ministro Clement Attle. «No hace mucho nuestro país gastó mucha sangre y dinero rescatando a cuatro de ellas de las otras dos...»

La displicencia se esfumó tras el fiasco de la crisis del canal de Suez, en 1956, que provocó un sentimiento de decadencia repentino y agudo en Gran Bretaña. Y fue en ese momento de debilidad, más por desesperación que por convicción, por lo que el Gobierno del conservador Harold Macmillan decidió solicitar el ingreso en la CEE.

El veto francés

Este pecado original de un europeísmo impostado no pasó desapercibido en el continente. La desconfianza era mutua. De Gaulle, concretamente, temía que los británicos abrigasen la esperanza de desviar el proyecto europeo desde dentro para convertirlo en una simple zona de libre comercio. Así que vetó su ingreso, durante diez años, lo que no hizo sino añadir un punto de orgullo herido a la relación de Gran Bretaña con Europa.

En esos años se estrenó en los cines The Italian Job (Un trabajo en Italia), una película en la que Michael Caine lleva a cabo un espectacular atraco en Italia valiéndose de una flota de coches Mini Morris, el icono pop de la industria británica. Era una metáfora deliberada: Gran Bretaña podía seguir sola, con su ingenio y sus utilitarios pequeños pero veloces. Si Europa no les quería, tampoco ellos necesitaban a Europa. Hoy la canción de la película, This is a Self-Preservation Society (En esta sociedad, cada uno va a lo suyo), es un himno de los hooligans del fútbol.

Del escepticismo al Brexit

Finalmente, Gran Bretaña pudo unirse a la CEE en 1973. Pero, desgraciadamente, no le fue bien. La CEE en la que entró era ya un producto acabado al que tuvo que adaptarse de una forma dolorosa, incluso en las cuestiones más anecdóticas -una mujer mayor, contaban los tabloides, se había suicidado por verse incapaz de entender el sistema decimal-. Los británicos, además, llegaron rezagados, cuando el período de expansión que había vivido Europa acababa de expirar. El estreno europeo de la Gran Bretaña no pudo ser más decepcionante: precios por las nubes, tormentas monetarias, cesiones humillantes...

La economía británica mejoró a lo largo de la década siguiente, pero la desconfianza de fondo, que siempre ha estado ahí, se fue profundizando en los años de Margaret Thatcher. Cuando Jacques Delors imprimió un fuerte giro federalista al proyecto, Thatcher se resistió con uñas y dientes. Y lo cierto es que, en eso, estaba en sintonía con la mayoría de los británicos.

Thatcher perdió el poder en 1990 pero sus ideas sobrevivieron entre un grupo de jóvenes dirigentes tutelados por el veterano Norman Lamont. Estos cachorros conservadores eran, de hecho, mucho más radicales. Ya no proponían la renegociación del tratado de adhesión sino la salida del Reino Unido de la Unión Europea, sin más.

Fue así como lo que había nacido como una idea radical se convirtió en una seña de identidad de los conservadores. Estos llegarán al Gobierno en el 2010, justo tras la gran crisis económica que dejó al descubierto los graves errores de diseño del euro y la falta de solidaridad entre los países miembros. En esta sociedad, cada uno iba a lo suyo, como cantaban en The Italian Job, y muchos británicos consideraron que había llegado el momento de abandonar el maltrecho barco de Bruselas.

Solución de compromiso

David Cameron había comenzado trabajando precisamente para Norman Lamont, el ideólogo de los euroescépticos, pero era muy consciente de que, aunque el euroescepticismo daba votos, llevarlo a la práctica suponía enfrentarse a una inercia poderosísima. La solución que se le ocurrió no fue muy original ni demasiado honrada políticamente: ofrecer un referendo y tratar de desactivarlo con una negociación que había previsto presentar como una victoria sobre Bruselas.

Tampoco ha resultado ser una solución eficaz. Como hubiese dicho Bevin, los caballos de Troya ya se habían escapado de la caja de Pandora. Al viejo escepticismo de fondo se ha sumado la indignación popular contra las élites de Westminster, el miedo a la inmigración descontrolada y la irritación por la desastrosa gestión de la crisis del euro desde Bruselas.

Es un axioma del análisis político que, en un referendo, el status quo tiene siempre las de ganar; pero hay algo que hace ligeramente impredecible el resultado de este: que más que un referendo se trata de un dilema. Como muestra la historia del euroescepticismo, la integración de Gran Bretaña en el proyecto europeo nunca ha terminado de funcionar del todo. Ni las imposiciones ni las excepciones ni los privilegios ni el paso del tiempo han logrado limar las aristas. El referendo del jueves, de hecho (y este es el verdadero secreto incómodo que nadie quiere afrontar en Bruselas), es una elección entre dos formas de euroescepticismo, una más radical que otra. Nadie defiende abrazar el ideal europeo sin complejos ni integrarse en Schengen, y menos aún adoptar el euro. La elección es entre el divorcio y la convivencia de mala gana.

Macron afirma que Francia debe ser inflexible si se produce la salida de la Unión

Francia tendrá que mostrarse firme con el Reino Unido en el Consejo Europeo del 28 de junio si los británicos optan por salir de la Unión Europea, afirmó ayer el ministro francés de Economía. «No se puede ser ambiguo. O estás dentro o estás fuera. El día después de la salida, los establecimientos británicos dejarán de tener un pasaporte financiero», indicó en una entrevista al diario Le Monde.

También señaló que si hay brexit, el Reino Unido «se convertirá en tan insignificante como Guernsey», una pequeña isla del canal de la Mancha. «La salida de la UE significaría el Guernseyfication del Reino Unido, que sería entonces un pequeño país en la escala mundial», señala el ministro Macron.

Putin se pregunta si el primer ministro británico busca chantajear a Bruselas

Vladimir Putin no entiende por qué David Cameron decidió celebrar el referendo sobre la salida del Reino Unido de la UE, en una entrevista con los presidentes de las principales agencias mundiales, entre ellas Efe. «¿Para qué puso en marcha este proceso de votación? ¿Para qué lo hizo? ¿Para chantajear otra vez a Europa? ¿Para asustar a alguien? ¿Qué objetivo tenía si él estaba en contra del brexit?», se preguntó Putin en el encuentro, celebrado en San Petersburgo.

En cualquier caso, señaló que el brexit «no es asunto nuestro». Y aseguró que, aunque con frecuencia se culpa a Rusia de todos los presuntos males, su país no tiene ninguna responsabilidad en la convocatoria de la consulta.

 La batalla del Támesis

Hasta ahora es el momento más absurdo y simbólico de la campaña del brexit. Se lo conoce ya como la batalla del Támesis, y lo curioso es que se trató de una batalla naval.

Ocurrió esta semana pasada. Nigel Farage, líder del partido euroescéptico UKIP, había alquilado un barco, el Edwardian, para dar una rueda de prensa en el río, frente al Parlamento de Westminster. Iba acompañado de varios arrastreros engalanados con banderas británicas y pancartas contrarias a la UE, navegando al son de la melodía de la vieja película La gran evasión. Se trataba de explicar cómo Europa ha perjudicado al sector pesquero del país. Pero en el momento en que Farage hablaba para las cámaras pasó a su lado a toda velocidad un yate de lujo con música a todo volumen y una voz que gritaba por la megafonía: «¡Nigel, eres un farsante!». 

La voz era la del cantante Bob Geldof, que había alquilado un yate para boicotear el acto euroescéptico. Con él iban activistas proeuropeos mientras que otros les escoltaban en lanchas fueraborda. Y ahí empezó la batalla del Támesis. Los pescadores euroescépticos, indignados por la intromisión de un millonario bohemio en su protesta, rociaron al cantante y a sus invitados con mangueras antiincendios. El yate de lujo del autor de I don’t like Mondays hizo un amago de embestir a un arrastrero y los pescadores se lanzaron al abordaje. La cuestión se complicó todavía más cuando se produjeron divisiones dentro de los dos campos: proeuropeos de izquierda que acompañaban a Geldof se negaban a enfrentarse con la clase trabajadora euroescéptica y una diputada laborista que iba con Farage pidió desembarcar, asustada por la agresividad de los pescadores.

Allí estaban al descubierto, como en una escena de una vieja comedia costumbrista de la Ealing o como un sketch de Monty Python, las contradicciones de la sociedad británica respecto a este referendo europeo. Era la metáfora perfecta de una campaña a la deriva, confusa, agresiva, demasiado emotiva.

Y todo esto en el Támesis, en pleno centro de Londres y a la vista del Parlamento, donde algunos diputados seguían la naumaquia desde las terrazas.