Cada vez que se acerca una cumbre europea, como la de ayer, se repite la misma pauta: Kiev denuncia de nuevo una escalada en la intervención rusa en su guerra civil, lo que desencadena inmediatamente un rosario de condenas, casi siempre en el mismo orden: primero la del secretario de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, luego la del ministro de Exteriores sueco, Carl Bildt, y finalmente la del presidente de la Comisión Europea, Durão Barroso. A veces el orden varía, pero no el contenido ni el resultado: son frases incendiarias, pero verbalizadas cuidadosamente para no pulsar ninguno de los botones rojos que activarían una confrontación con el Kremlin.
Es una retórica del quiero y no puedo: vocabulario de la guerra fría pero sanciones que resultan nimias o dañan la economía europea tanto como la rusa. Se admite sensatamente que una respuesta militar es inconcebible. ¿Para qué, entonces, insistir en ese discurso de confrontación, si salta a la vista que es vacío? La contradicción está en gran parte en los protagonistas. Rasmussen, Bildt y Barroso son tres supervivientes de la era Bush de las relaciones internacionales, tres viejos entusiastas del intervencionismo por el intervencionismo. Aquella política fue felizmente abandonada después de extender el caos por el mundo -las consecuencias aún siguen aflorando-. Pero Rasmussen, Bildt y Barroso supieron aprovechar las posibilidades que ofrece la burocracia no electiva europea para mantenerse en la esfera del poder, desde donde su influencia ha seguido siendo nefasta, en particular en esta crisis de Ucrania. Las condenas a Putin, justificadas, no deberían ocultar el hecho de que previamente fue el club europeo de la guerra en la UE y la OTAN el que empujó al país a una confrontación violenta que se podría haber evitado. Ahora los ucranianos sienten que los han dejado en la estacada, y así es.
Esta es la parte que ha cambiado desde la era Bush: que ya no está Bush. La OTAN no puede ir a la guerra contra Moscú, punto. Y la UE no es la ONU sino una organización económica que tiene a Rusia entre sus principales clientes. De ahí ese constante desajuste entre la retórica y los hechos. Lo lógico sería que la UE mediase entre las partes y se preocupase de aliviar el sufrimiento de los civiles, pero esto está clamorosamente ausente del discurso europeo, encastillado en una beligerancia paralizante. Con la ofensiva ucraniana en ruinas y el invierno cerca, se hace urgente un papel más constructivo. De momento, del futuro inmediato cabe esperar solo nuevas sanciones a Rusia. También, por una alineación de planetas, se marchan Bildt, Rasmussen y Barroso. Quizás lo segundo sea lo que funcione mejor.