Cómo cambió Margaret Thatcher a Galicia

Leoncio González REDACCIÓN / LA VOZ

INTERNACIONAL

LUKE MACGREGOR

UE, Gobierno central y fraguismo adoptaron numerosas ideas de la dama de hierro que inició la revolución conservadora

09 abr 2013 . Actualizado a las 12:40 h.

Cabría deducir de la extraordinaria influencia que ejerció sobre el movimiento conservador mundial y del hecho de que los miembros de esta familia ideológica hayan monopolizado el poder autonómico desde que se fundó, con la excepción de los paréntesis de Laxe y Touriño, que la Galicia actual tiene numerosas deudas con Margaret Thatcher. Solo es cierto en parte. Manuel Fraga, que fue uno de los grandes introductores del thatcherismo en España, evitó aplicar literalmente el credo de la dama de hierro cuando conquistó la Xunta. No se cansaba de elogiarla en público y en privado pero, al mismo tiempo, apostataba de muchas de sus recetas yendo en dirección contraria.

Si nos fijamos en la reducción del papel del Estado y la cruzada contra el gasto público, por ejemplo, dos de los principales dogmas de la hija del tendero, veremos que el dibujo trazado por José Antonio Orza en los 16 presupuestos que redactó tiene ribetes socialdemócratas y deja ver una fe recurrente en la inversión pública como motor del crecimiento. El propio Fraga era un intervencionista acérrimo que desconfiaba de la capacidad de un concepto que estuvo entonces de moda, la «sociedad civil», y pobló Galicia con decenas de organismos públicos a los que encomendó la labor de impulsar la iniciativa de los agentes sociales. Otra de las aportaciones mayores del thatcherismo, el euroescepticismo que acabó enclaustrando al Reino Unido en su insularidad, cayó aquí en saco roto porque la derecha gallega se sintió siempre más cómoda y obtuvo más réditos con el europeísmo de la Democracia Cristiana.

Sin embargo, muchas de las diferencias entre la Galicia de hoy y la de 1980 no se comprenden sin la impronta tremenda del thatcherismo. Fue la punta de lanza contra la fatiga que aquejaba al Estado keynesiano a finales de los setenta del siglo pasado y, por tanto, la fuerza que dio el primer golpe de azada al contrato social vigente en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Hasta ese momento, los partidos conservadores eran formaciones celosas del orden y estatalistas, con una concepción benefactora del bienestar. El triunfo de Margaret Thatcher los obliga a incorporar principios del liberalismo, como la supremacía de los mercados sobre el Estado, que conducen a la privatización de amplios sectores de la economía, a la introducción de técnicas del mundo privado en el sector público y al arrinconamiento de los sindicatos. Hacen suya también la idea del capitalismo popular que pretende convertir en accionistas a los ciudadanos y, con él, la apuesta por las finanzas y los servicios en detrimento de la industria.

La traslación de esas ideas a Galicia llega por tres vías: como consecuencia de su adopción por la UE, que las impone como directrices de obediencia para los socios; a través de la acción de los gobiernos centrales, tanto porque las suscriban a ciegas, como en el caso de Aznar, como porque no vean viables las alternativas, como en el de González. La tercera vía surge del trabajo de importación que hacen destacados fraguistas como Romay.

Su consecuencia más evidente es la progresiva retirada del Estado de la economía gallega, que condena a la extinción al sector industrial público que tiraba de Ferrol y Vigo. Se deja notar en la implantación de formas de gestión empresarial en los servicios públicos, como la sanidad, pero también en transformaciones sociales como la fuerza que adquieren las finanzas en los años noventa. No se debe olvidar que vías de captación de capital, como las hoy denostadas preferentes, fueron en su momento «innovaciones» elogiadas, derivadas de la fe thatcherista en el capitalismo popular.