La segunda muerte de Simón Bolívar

Leoncio González REDACCIÓN / LA VOZ

INTERNACIONAL

07 mar 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

En un reportaje que escribió para el The New Yorker hace 12 años, Jon Lee Anderson cuenta que, cuando estuvo preso tras el intento de golpe de Estado de 1992, Hugo Chávez se sentaba todas las mañanas en un patio de la cárcel para hablar con un busto de Simón Bolívar que había allí. No es un detalle sin relevancia. Frente a quienes atribuyen al antiguo paracaidista una explotación oportunista del padre de la independencia o le achacan desviarse de lo que dijo, se observa una continuidad asombrosa entre su conducta y el ideario original del fundador.

Los paralelismos fueron notables en vida y lo son también en el momento de la muerte, que entre sus efectos tiene el de mostrar cómo se despeña por segunda vez el gran sueño panamericano de Bolívar. La primera se produjo ya antes de que el libertador empezara a ser historia, cuando su pretensión de unir el Cono Sur tras la emancipación de España se vio truncada por las contiendas intestinas entre sus generales y las aspiraciones secesionistas de las nacientes burguesías locales. El balance que deja Hugo Chávez en este ámbito, 180 años después, es un calco de aquel legado.

Es cierto que, en parte gracias a él, la región consolidó su autonomía respecto al todopoderoso vecino del Norte y que ya no se conforma con ser un satélite sin voz de EE.?UU. Pero a pesar de las diversas alianzas que tejió Chávez para agruparla en un frente común, Latinoamérica se encuentra hoy más polarizada que cuando él llegó al poder, escindida entre los que denominó «neoliberales salvajes», partidarios de dar primacía al mercado y de no romper todos los puentes con Washington, y los que ya iniciaron una línea de confrontación con el imperio, empujados por el ejemplo de Caracas.

El fracaso es mayor si se tiene en cuenta que el modelo de socialismo patentado en Venezuela, autoritario, intervencionista y confiscatorio, ha demostrado ser menos eficaz y menos sostenible a largo plazo que el ensayado por Lula en Brasil. La antigua colonia portuguesa es hoy uno de los países emergentes a escala global y da pasos de gigante para convertirse en la primera potencia de la zona. Partiendo de una posición comparativamente mejor hace quince años, Venezuela ha quedado rezagada. Posee cada vez menos ascendiente sobre la izquierda del subcontinente y solo es tenida en cuenta por aquellos que necesitan el subsidio del petróleo para su propia supervivencia.

El caudillo narcisista

Todas las cosas que se dicen de Chávez son ciertas. Era un narcisista con una irrefrenable vocación caudillista que lo llevó a proscribir y perseguir a los que no le rendían pleitesía. Puso un cepo al pluralismo informativo y eliminó la iniciativa de la sociedad civil, socavando la seguridad jurídica y favoreciendo los negocios de una élite a la que le unían lazos de sangre política. Manejó mal la economía, dejó colapsar las infraestructuras y se desentendió de la criminalidad, tolerando cotas de violencia escandalosamente elevadas. Sin embargo, con ser veraz, ese retrato deja en la sombra zonas importantes del dibujo. Hay un lado benévolo que seguramente no pesa tanto como la parte negativa de su trayectoria y que no se puede dejar de citar.

Su irrupción en escena, por ejemplo. Fue un soplo de esperanza para una Venezuela exhausta por la venalidad y la desigualdad que promovió el denominado puntofijismo, el sistema de turnos anterior a él mediante el cual adecos y copecos se repartían la Administración y de paso los soberbios dividendos de la entonces llamada «Venezuela saudí». En 1998 había un 44,4 % de pobres y un 20,3 % de pobres extremos. Hoy ascienden al 27,6 y al 8,5 % respectivamente.

La reducción se debe, en parte, al billón de dólares que el país ingresó desde 1988 como consecuencia de la multiplicación por 10 del precio del crudo. No eliminó de la vista los cerritos que cercan Caracas, tiene un acusado carácter clientelista, puede haberse convertido en un sucedáneo de la creación de empleo y no hace olvidar la fractura que parte al país en dos mitades. Con todo, supone un tajo a la desigualdad que nunca antes se había acometido y es uno de los mayor desafíos de la nueva etapa, porque mantenerlo no será fácil pero desmantelarlo será más difícil todavía.