El coloso alemán se hace global y deja a la UE a su suerte

Leoncio González REDACCIÓN/LA VOZ.

INTERNACIONAL

Berlín abandona el legado europeísta en medio de una ola de orgullo nacional

03 oct 2010 . Actualizado a las 02:00 h.

Aufschwung

es la palabra alemana para auge, alza o despegue y Aufschwung XL , el eslogan acuñado por los medios germanos para referirse a la situación de su economía. No es para menos.

Después de haber sufrido en el 2009 una recesión de caballo, incluso más severa que la de España, este año crece en torno al 3%, cifra que no se alcanzaba desde la caída del Muro y que ha llevado a Rainer Brüderle, el ministro de Economía, a hablar de segundo milagro económico alemán. Se debe a un aumento de las exportaciones a Rusia y a China, que ya ha desbancado a EE.?UU. como principal mercado extranjero de los germanos, y se traduce en una tasa de paro del 7,2%, la más baja de la década. Para muchos, es la prueba de que el capitalismo renano, la tan denostada economía social de mercado, no solo sobrevive a la crisis mejor que el anglosajón, sino que sale de ella con más fuerza de la que entró.

Con todo, la novedad más importante en la Alemania de hoy no es su auge económico sino el cambio de mentalidad que se produce en paralelo. Según quien lo describe, consiste en un «despertar del orgullo nacional», supone un «redescubrimiento de su identidad», conlleva «un deseo de afirmación» o expresa un «aumento de la confianza» de los alemanes. Parece ser que, a medida que las generaciones jóvenes desplazan a las que vivieron la posguerra y la guerra fría, Alemania supera los fantasmas del pasado nazi y comunista, da por superadas las deudas que contrajo con la humanidad en el siglo XX y comienza a verse de nuevo como una potencia sin complejos. Habermas dice que vuelve a ser un «coloso».

Los analistas vinculan este cambio con el éxito del proceso de reunificación, emprendido hace ahora veinte años. Puede haber costado más de lo previsto, en torno a 2,1 billones de euros. Y es seguro, además, que está inacabado y que tiene muchos flecos abiertos, ya que persiste una frontera interior entre el oeste y el este que se plasma en que los habitantes de esta parte se sienten ciudadanos de segunda, soportan tasas de paro superiores, tienen menos renta o disfrutan de prestaciones del bienestar peores. Sin embargo, ha devuelto el sentido de la unidad a la patria de Goethe. Aumentó su poder económico, demográfico y político y aclaró sus ambiciones como país.

Desapego hacia la UE

Ello se traduce en un afán de influir a escala global como no se había visto hace tiempo. Ahora Berlín no reprime sus aspiraciones. Reclama un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU, vuelve a tener presencia militar en el extranjero y su canciller planta cara al presidente de EE.?UU. en el G20 adoptando en su país e imponiendo luego en la UE una línea de austeridad fiscal que contraviene el deseo de Obama de seguir prolongando los estímulos keynesianos para salir de la crisis.

Y lo que nos importa más como europeos: bajo la impronta, primero de Schröder y ahora de Merkel, Berlín ha empezado a mostrar un desapego hacia la Unión que, a juicio de numerosos analistas, supone el adiós al espíritu europeísta que caracterizó a todos los líderes alemanes desde Adenauer a Kohl. Quedó de manifiesto este verano, tras la crisis de la deuda griega, cuando en lugar de destinar al consumo parte del superávit comercial procedente del aumento de las exportaciones, con el fin de hacer así las veces de locomotora de las economías periféricas, optó por políticas restrictivas del gasto que las han dejado en la estacada. El eco se prolonga en la opinión pública, cada vez menos dispuesta a cargar con los sacrificios financieros que supone la UE para las arcas alemanas cuando sienten amenazado su propio bienestar.

Ulrike Guerot asegura que este cambio es parte de una transición más amplia con la que Alemania busca convertirse en un actor global independiente, al tiempo que renuncia al liderazgo de la UE. A su juicio, Berlín está sustituyendo la geopolítica por la política comercial. Su dependencia de las exportaciones hace que sus intereses vayan en la misma dirección que estas, por lo que, a medida que se deslizan lejos de Europa, mira más hacia fuera y menos a la eurozona.

Según Katinka Barysch, esto no excluye un tono desafiante por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial. Es resultado de una corriente de fondo. Tras la contienda, la integración europea era la única política exterior permitida a los alemanes. Apesadumbrados por su pasado reciente, se veían a sí mismos como forjadores de una unidad en el Viejo Continente que, para ellos, era una cuestión de guerra o de paz y en aras de la cual no escatimaban aportaciones. Con la caída del comunismo, disuelto el Pacto de Varsovia y tras la ampliación de la UE al Este, esa presión existencial desapareció. La Unión se redujo a un asunto de costes y beneficios.

Llega así a su fin la divisa de Kohl, según la cual los intereses alemanes y la unidad europea eran los dos lados de la misma moneda. El coloso ha vuelto a despertar. Y quiere influir en el orden mundial que empieza a surgir, sin estar supeditado a lo que diga Bruselas o a lo que hagan los Veintisiete.