La última faena del dictador Stalin

Miguel A. Murado

INTERNACIONAL

La falta de un consenso sobre fronteras y autodeterminación, en la base del conflicto

12 ago 2008 . Actualizado a las 02:00 h.

Los daños colaterales a veces se cobran víctimas simbólicas. Es el caso de esa bomba rusa que ha caído cerca de la casa natal de Stalin en Gori, Georgia.

El hecho no deja de tener su significación, puesto que esta guerra es, al menos en parte, una herencia macabra de Stalin. Fue él quien, siguiendo su táctica de dividir pueblos en bien de la unidad nacional, partió Osetia y le entregó la mitad a Georgia, su patria (a menudo se olvida que Iosif Stalin no era ruso, ni siquiera hablaba bien la lengua rusa).

Es el mismo origen de otros conflictos, ahora dormidos, como los del Alto Karabaj o Crimea. Que Georgia esté luchando por mantener a toda costa una frontera estalinista con el apoyo tácito de Washington y Bruselas, y que la Rusia de Putin-Medvédev, que ha vuelto a dar entrada a Stalin en los libros escolares luche por desmontarla es una paradoja que merece una reflexión.

La respuesta es que falta la herramienta diplomática para tratar la cuestión de las fronteras. Antes era fácil. El acuerdo de Helsinki garantizaba la inviolabilidad de las fronteras a cambio de la no injerencia. Pretendían evitarse así conflictos como los que habían llevado a las dos guerras mundiales. Pero era un acuerdo basado en el terror nuclear, y el fin de la guerra fría fue también el de este sistema tan simple.

Desde entonces, hay que reconocerlo, Estados Unidos y la OTAN han violado repetidamente la soberanía de varios países al tiempo que se producían procesos de autodeterminación en cascada, casi todos en contra de los intereses rusos. Quienes creen que todo el problema viene de la independencia de Kosovo olvidan que siete países de la UE han nacido contra los principios de Helsinki (incluida Alemania), y que en total son quince los que se han independizado en menos de veinte años tan solo en Europa.

Autodeterminación

Esta falta de un criterio consensuado sobre fronteras y autodeterminación ha favorecido el doble rasero. No sorprende que el ministro de Exteriores ruso se indigne ante la acusación norteamericana de «hacer un uso excesivo de la fuerza» o los llamamientos de la UE a «preservar las fronteras reconocidas».

Por lo que a Rusia respecta, e presidente georgiano, Mijaíl Saakashvili, como Sadam Huseín en su día, «ha bombardeado a su propio pueblo» y su operación contra Osetia del Sur puede interpretarse como limpieza étnica según los criterios que se aplicaron al Ejército yugoslavo en los años noventa.

Evidentemente, Rusia ha secuestrado de manera cínica el vocabulario de la intervención humanitaria armada, pero está lejos de haber sido la primera. Ayer, tal y como se esperaba, exigió un «cambio de régimen» en Tiflis, otro eufemismo utilizado repetidamente en los últimos años para establecer Gobiernos títeres en Irak o Afganistán.

Mensaje a Ucrania

Putin (Medvédev se limita a mirar y aprender) está pagando al presidente estadounidense, George W. Bush, con su propia moneda (el primer ministro australiano los vio gritarse en un aparte en la inauguración de los Juegos Olímpicos). De paso, Moscú también envía una advertencia a otro vecino deseoso de unirse a la OTAN, Ucrania, y con el que también mantiene uno de esos contenciosos territoriales inventados por Stalin, Crimea.

Mientras tanto, cientos de personas están muriendo a causa de una línea que un día Stalin trazó en un mapa. En su casa museo en Gori, donde han caído las bombas, se conservan muchos recuerdos suyos, entre ellos la pluma con la que trazaba esas líneas arbitrarias.

También su máscara mortuoria, el vaciado en yeso de su rostro después de muerto. Quien vea esa máscara observará que Stalin sonríe con cierto sarcasmo.