Cuando se apagaron las luces de los cabaréts más turbios y también de los más acaudalados, su espíritu siguió vivo entre sombras en los carteles de Henri de Toulouse Lautrec. La fortuna del enano le permitió hacerse habitual del Mirlinton y el Moulin Rouge, de los hipódromos, de los bailes de disfraces del Courrier Français. Observaba todo sin perder detalle; escudriñaba y palpaba, cataba, respiraba y se sumergía en ese ambiente compacto, apelmazado, viciado, como solo él sabía, como solo él podía hacerlo.
A los primeros apuntes artísticos equinos de Henri de Toulouse Lautrec le siguieron colaboraciones humorísticas en las revistas L’Escaramouche, Le Mirliton y Revue Blanche. Había bebido de los consejos de los profesores Bonnat y Cormon y montado ya su propio estudio en el corazón de Montmartre. Su producción superó todo calculo. Original, realista y lírica, le apuntó como uno de los pioneros expresionistas y lo convirtió en casi una leyenda. Como todo talento vertiginoso, no fue comprendido en el tiempo que le tocó vivir. Desvalorizadas y subestimadas, sus litografías, sus carteles y sus acuarelas tuvieron que hibernar durante años hasta que, en 1914, con una muestra en París, se produjo una justa reivindicación de triunfador. Henri de Toulouse Lautrec vivió rápido, a tragos largos. A merced de su adicción al alcohol y tras un sinfín de visitas a diversas clínicas a causa de su sífilis y de varios episodios de neurosis y algún intento de suicio, Henri de Tolouse Lautrec murió a los 36 años tras sufrir una parálisis.