Este último planteamiento le costó a Averroes una condena al exilio en 1195 y provocaría una sospecha de herejía en el averroísmo latino. El califa de Córdoba cedió a las presiones de los teólogos y de los canonistas, que veían en la filosofía un peligro para la religión. Mediante un decreto, confinó a Lucena, a pocos kilómetros de Córdoba, a Averroes. El filósofo sufrió además la humillación de ver cómo sus obras eran quemadas en la plaza pública.
Tres años después, en 1198, el califa revocó su decreto y llamó a Ibn Rusd Averroes a su lado. Pocos meses después, el filósofo cordobés moría en Marraquech.