La elección del papa Francisco: Un pesado diluvio que terminó en un mar de lágrimas

Javier Armesto Andrés
javier armesto ROMA / ENVIADO ESPECIAL

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La gente no esperaba el humo blanco, y menos un papa sin ADN conocido

14 mar 2013 . Actualizado a las 06:00 h.

«Y al mediodía estalló la fiesta». Roma no es la Pamplona de Hemingway, pero, tras dos horas y cinco minutos de penitencia bajo la lluvia, la fumata blanca fue una explosión de júbilo sin igual, más bien podría decirse de histeria colectiva. Pasaban unos minutos de las 7 de la tarde y la plaza de San Pedro era un mar de paraguas. La lluvia, que prácticamente no había dejado de caer desde que empezó el cónclave el martes, calaba la ropa pero no los espíritus. Había esperanza, aunque quien más, quien menos, se preparaba para otra humareda negra. Los augurios daban por bueno que el papa esperaría un día más, pero, por si acaso, una multitud de 50.000 almas -las personas que caben aproximadamente entre los dos brazos de la columnata de Bernini- aguardaba impertérrita el chaparrón.

De pie, sin apenas poder moverse, la gente entretenía la espera con conversaciones apagadas, cada vez más cansada, distrayéndose a través de las pantallas gigantes con detalles como una gaviota posada sobre la chimenea de la Capilla Sixtina.

Describir el momento en que el humo empieza a salir, y, sobre todo, cuando la muchedumbre se da cuenta de que no es negro y de que las campanas están sonando, es fácil: una mezcla inconexa de alaridos frenéticos y contorsiones exageradas -dado que la gente no podía saltar hacia arriba por el tejado de paraguas, optó por improvisar bailes agachados-, mientras quienes podían articular palabra se desgañitaban gritando «¡viva el papa!» en todos los idiomas.

Fue inesperado, pero la mayor sorpresa estaba todavía por llegar. Hubo que esperar aún más de una hora para saber quién era el objeto de la iluminación del Espíritu Santo. Ricardo Sanjurjo, un sacerdote gallego que lleva un año estudiando en Roma, comentaba con sus compañeros los posibles nombres que podría adoptar el nuevo pontífice. Las bromas eran inevitables: Sixto Sexto, o bien ensayaba un pareado, «Inocencio catorce, te quiere todo el orbe».

La incertidumbre era aún mayor que antes de la fumata. Otro cura, este de origen italiano, estaba convencido de que saldría el filipino Tagle. «Tiene el carisma de Juan Pablo II y la inteligencia de Benedicto XVI», aseguraba. Una mujer peruana, pero residente en Roma, apostaba por Scola.

Banda de música

La banda de música del Vaticano amenizó la espera y cuando quedó parada y en formación la gente cogió el relevo. Desde las primeras filas empezaron un Padrenuestro y luego un Salve Regina, el himno que el obispo gallego Pedro Mezonzo entonó mientras el caudillo árabe Abderramán entraba en Santiago para robar las campanas de la catedral. La Salve se extendió por la plaza y debieron escucharla los purpurados, porque al poco se encendieron las luces del balcón de la basílica.

Luego, cada movimiento adivinado tras los visillos era jaleado por la masa, mientras crecían las elucubraciones sobre la identidad del nuevo pontífice. Por fin, el protodiácono Jean-Louis Tauran salió y anunció con solemnidad el nombre. Lo dijo con claridad, pero tras un instante inicial en que el impulso lógico fue dar vivas desaforados -lo habrían hecho igual si hubiera anunciado a Maradona, a pesar de estar en Roma y no en Nápoles-, la gente se puso a reciclar lo que había oído. Fue un instante fugaz de tensión que dio paso a un «todos con el papa» de compromiso. Francisco, Francesco para los italianos, tendrá que ganárselos.