Lo peor que le puede suceder a este país de 1978 es parecerse a cualquiera de los países que ha sido. Lo peor que le está sucediendo es que, triste e irresponsablemente, comienza a hacerlo. La gente está nerviosa, inquieta, seriamente preocupada. Y muchos, que lo vivieron y quisieran no haberlo vivido, dicen una frase siniestra: «Comenzamos a estar como se estaba a comienzos del 36...». No hay, sin embargo, que perder los nervios y dejar, una vez más, que el destino de todos los españoles quede a merced de unos pocos. Los eternos fanáticos, los eternos locos, los eternos asesinos.
Sin entrar en balance de culpas, aunque alguien, algunos, tienen la culpa. Pero sin meterse a discriminar si este crimen de la extrema izquierda es réplica a aquel otro crimen de la extrema derecha y viceversa. Persiguiendo el crimen, castigando al criminal, cualquiera que sea su color y su motivación. Porque el orden público, la seguridad, la garantía de la convivencia en un Estado de Derecho están muy por encima de los intereses ideológicos, de las pasiones políticas, del resentimiento de unos, el revanchismo de otros.
Lo que es cierto es que la convivencia se hace difícil y que la degradación del orden público se acentúa por momentos. Los delitos políticos y los delitos comunes se entremezclan y se reiteran hasta el punto de que la gente pierde la elemental confianza en su propia seguridad. En las grandes ciudades, como Madrid y Barcelona, se nota algo que ya comienza a suceder también en ciudades más pequeñas. La gente vacila en salir a determinadas horas y las casas particulares refuerzan sus sistemas de seguridad. Crecen la inquietud, la desconfianza. Surge el miedo.
Los periódicos llenan sus páginas de sucesos con noticias continuas sobre violaciones, atracos, secuestros, agresiones, robos, atentados. Se hace difícil precisar, a la hora de las calificaciones, cuándo un delito, un crimen, un asalto, tiene una motivación política o tiene un carácter común. No debiera tampoco importar demasiado, pero a efectos oficiales así sucede y por ello, al amparo de una debilidad en el ejercicio de la autoridad por complacencia política los protagonistas convictos y confesos de muchos de estos delitos anidan sueltos, están libres, permanecen impunes.
A mí me sorprende tanto que estén en la calle los que colocaron la bomba en el bar madrileño de la calle del Correo como que también anden libres los que cometieron la matanza del despacho laboralista de la calle de Atocha (...).
De poco vale, cuando los crímenes se consuman, que los partidos políticos, de absoluta buena fe en casi todos los casos, condenen el crimen y exterioricen su repulsa. La acción preventiva de estos crímenes, así como la sancionadora, no corresponde a estos partidos, sino al propio Gobierno, que tiene como primera obligación, antes que resolver cualquiera otra cuestión, resolver la del orden público, la de la seguridad de los ciudadanos. Si el Gobierno se muestra incapaz de hacerlo, si en las concesiones políticas ampara su posterior debilidad, ese Gobierno se invalida a sí mismo y se descalifica para sus primordiales funciones.
De ahí que la responsabilidad de una situación como esta recaiga exclusivamente sobre sus espaldas, porque lo que arriesga con ello, a lo que nos arriesga a todos, es a facilitar los objetivos de la acción desestabilizadora que el terrorismo implica y propiciar soluciones de emergencia, soluciones traumáticas, casi desesperadas, que queremos evitar tanto como al propio terrorismo (...). Neguémonos a aceptar el parecido de esta España con aquella otra, condenada a la larga y cruenta penitencia de todo lo que parecía íbamos por fin a superar en paz y en orden. No hagamos posible que tengan entera razón los que, desde la nostalgia, aseguran que cualquier tiempo pasado fue mejor, si nuestra obligación ciudadana es contribuir todos, con unanimidad e ilusión, a que lo que sea mejor es cualquier tiempo futuro.
Todo ello solo será posible desde la autoridad. Es decir, desde la severidad en aquellos casos en los que la tolerancia solo sirve para envalentonar a los desestabilizadores y con ellos, a los asesinos. Esos asesinos que evidentemente andan sueltos y que poco más que eso, que asesinar, tienen que hacer en la calle. Yo he creído, escapando de todas las radicalizaciones que por igual me repugnan, en la opción equilibrada y democrática, esencialmente liberal, de este Gobierno que está protagonizando la circunstancia española del momento.
Pero mi ilusión en él comienza a desvanecerse en la misma medida en que veo desvanecerse la tranquilidad, la seguridad, el respeto y el orden en la calle.