La vieja lucha pro derechos de los bichos

Á. M. Castiñeira REDACCIÓN / LA VOZ

HEMEROTECA

Aunque la iniciativa sobre las mascotas que acaba de aprobar el Congreso dará respuesta a un problema que parece reciente, las reivindicaciones vienen de lejos

16 dic 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Si los animales tienen o no derechos como las personas es controversia vieja. Más que el Código Civil de 1889, que el Congreso ha aprobado esta semana reformar para que las mascotas sean reconocidas como seres vivos. Defensores y afectados por la fauna doméstica han sostenido de siempre enconadas discusiones, que muchas veces han pasado de la palabra a la obra.

En 1882 ya se empleaban métodos aún hoy en boga para zanjar problemas de convivencia. Un caso ocurrido en A Coruña: «Existe una mujer que se entretiene en amasar unas bolitas de harina de maíz, mezclándoles una parte de fósforos, que propina a los cerdos y gallinas, con la buena intención de hacerles pasar a mejor vida [...]. Fue descubierta [...] en el momento de suministrar una [...] a un cerdo que se hallaba tranquilamente en el campo [de Marte], riéndose de las ordenanzas municipales [...]. Y allí fue Troya: gritos, insultos, amenazas [...]. ¡Ay de ella si descubre sus mañas la Sociedad Protectora de Animales».

Esta organización era omnipresente en noticias sobre bichos. Aunque generalmente se ensalzaban sus iniciativas, no faltaban reproches que suenan actuales: «La [...] de La Habana ha fundado un asilo para recoger a los mendigos. Esto ya es otra cosa que proteger a los perros, los gatos y las flores, como suelen hacerlo en Europa».

Uno de sus principales objetivos eran los toros, o más bien sus víctimas. De una crónica de Francisco Camba publicada en 1917: «A la Sociedad Protectora de Animales siempre le han preocupado los caballos de los toros. Desde hace mucho tiempo pide, casi a diario, un peto que los proteja de las cornadas [...]. ¿Por qué no pide la supresión de las corridas, único modo de defender eficazmente a tantos y tantos animales? ¿Es que no se atreve si antes no se constituye otra asociación superior encargada de protegerla contra un público terriblemente peligroso?».

Cierto es que el trato a las otras especies iba por delante más allá de las fronteras españolas. A la vanguardia, como ahora, estaban los vecinos del norte. No se detenían ni ante los símbolos nacionales.

Pasteur, el viviseccionista

En 1888, durante una junta de la protectora parisina, «se promovió un tumulto porque algunos socios [...] prorrumpieron en gritos contra Pasteur, el viviseccionista empedernido». Sucedió poco antes de que repartiesen «gran número de sombreros Panamá entre los carreteros y cocheros de punto» para que se los pusiesen «a los caballos con objeto de preservarlos de los rayos solares».

También el Imperio británico mostraba más sensibilidad: «En Gibraltar [...], un vendedor [...] ha sido condenado a seis días de prisión con trabajos forzados o multa de 25 pesetas por [...] llevar algunas gallinas boca abajo [...]. Los ingleses suelen llevar a la prisión, boca abajo también, a hombres [...] sin que nadie se interese por ellos [...]. ¡Ventajas de ser animal!».

En 1924, un corresponsal en Nueva York mostraba su asombro: «Este es el país de las mascotas [...]. Un sindicato suizo constituido en Angora intentó recientemente explotar esta debilidad, adquiriendo la exclusiva de los célebres gatos del país, comprados allá por poco menos de un dólar y puestos luego en las ciudades de Yanquilandia al precio exorbitante de 50».

España tardó en ir con los tiempos, pero al año siguiente, el subsecretario de Gobernación ya dirigía una circular «a los gobernadores civiles, encaminada a proteger a los animales». En ella figuraba «la prohibición de maltratar caballos [...]; el empleo de cualquier medio de castigo que exceda de simple hostigamiento; el matar a pedradas o a palos a los perros [...], y, en general, todo acto de crueldad».

Nada se decía, por supuesto, de los seres más pequeños. Parecía haber un límite claro... excepto, obviamente, para los franceses: «Han creado en la Riviera un novísimo sport que cuenta con miles de apasionados. Se trata de carreras entre vulgares escarabajos [...]. La Sociedad Protectora de Animales [...] ya ha protestado».