La difícil Europa

Arturo Uslar Pietri

HEMEROTECA

03 dic 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando se comenzaron a dar los primeros pasos hacia la unificación de las políticas europeas en áreas delimitadas, como el carbón y el acero, nadie pensaba que se podía avanzar hasta el punto de que en pocas décadas existiría una Comunidad Económica Europea y que en 1992 va a ser realidad la integración sin fronteras entre doce de los países principales.

En el mejor sentido de la palabra, es un arduo empeño que tropieza con inmensas barreras históricas. En el fondo, es un proceso antihistórico impuesto por las necesidades de los nuevos tiempos.

Todas las historias nacionales de los países europeos son fundamentalmente antieuropeas. Un famoso humorista francés que visitó Londres en el siglo pasado, comentaba al regreso del viaje: «Esos ingleses son bien raros. Les ponen a sus monumentos nombres de derrotas». Evidentemente, de derrotas francesas como Trafalgar o Waterloo. Lo que con su amarga sonrisa señalaba el humorista es, precisamente, el mayor de los escollos con que tropieza la unificación de Europa.

Un proceso milenario fragmentó el viejo continente en múltiples enclaves de lenguas, culturas y hasta religiones distintas. El vecino ha sido tradicionalmente el enemigo y las historias nacionales expresan esa hostilidad hereditaria y profunda.

Aún dentro de muchos de los Estados actuales esas fragmentaciones y enemistades históricas persisten, con tintes separatistas en algunos casos.

La gran novedad de la historia moderna, exaltada y propagada por Europa, fue precisamente el nacionalismo. Bajo banderas de nacionalismo exacerbado, los países europeos han combatido entre sí por siglos. Buena parte de esos sentimientos nacionales tienen por base el odio o el desprecio del vecino y el recuerdo de pasadas humillaciones.

La implantación de la idea nacional no fue fácil y se hizo al precio de largas guerras y resentimientos soterrados. La unidad interna de las actuales naciones europeas se alcanzó al costo de luchas sangrientas; las unificaciones de España, de Francia, de Alemania, de la Gran Bretaña o de los Países Bajos, se lograron al precio de guerras dinásticas o de predominio regional, que lograron imponer una nueva dimensión del Estado pero que nunca lograron borrar las viejas lealtades tradicionales a la región. El desarrollo económico y social tampoco ha sido parejo. Hay peculiaridades poco conciliables, grados de desarrollo diferentes y, sobre todo, mentalidades distintas.

Desde hace años, los estudiosos de la historia han puesto de relieve la influencia determinante que tienen las mentalidades en el proceso histórico.

Ciertas regionalizaciones tradicionales del espacio europeo son el reflejo de particularidades culturales. Prusia, Baviera, Inglaterra, Gales, rusos y polacos, gentes del Atlántico al Báltico y del Mediterráneo, y la general diferencia tónica entre poblaciones del Norte y del Sur, con la pervivencia de ciertas comarcas históricas dentro de los mismos países, como la de los catalanes y gallegos en España, o la de bretones, normandos y los provenzales, sin mencionar el variado mosaico cultural y étnico de los balkanes y de la Europa Central.

Alguien dijo una vez que nunca se ha oído en un campo de batalla el grito de «Viva Europa». La verdad es que no hay una identidad europea, sino que son muchas y hasta contradictorias sus variantes y matices.

La mayor dificultad que se puede señalar para la integración efectiva de una Europa unida no reside ni en la economía ni en la política; por el contrario, abundan en esos aspectos razones y ventajas evidentes para justificar la creación de la Comunidad.

Es en el terreno, mucho más difícil e impreciso, de las lealtades culturales que se va a topar con las mayores dificultades. Las diferencias que pueden separar, en sus mentalidades profundas, a un holandés y a un andaluz no serán totalmente compatibles nunca.

Siempre habrá entre ellos, entorpeciendo el esfuerzo de acercamiento, la presencia de esa alteridad imborrable que hace el carácter regional.

Un viejo dicho popular andaluz expresa este fenómeno de una manera cabal y graciosa: «De Despeñaperros para arriba, todo es Alemania». La extráñela, la imposibilidad de comprenderse mutuamente, es sensible aun dentro de los propios países históricos.

Todo eso que tiene que ver con el subconsciente, y que es la base misma de la personalidad, está determinado por circunstancias específicas muy locales. Modos de hablar distintos implican modos de entender distintos, las palabras dentro de los mismos idiomas comunes no tienen exactamente la misma significación y, por lo tanto, los valores no se sienten de igual modo, sino que están profundamente condicionados por la particularidad.

A partir de 1992, el napolitano, el escocés, el flamenco, el prusiano, el castellano y el bretón van a poder moverse libremente en una nueva dimensión espacial que es la Comunidad Europea. Lo que no va a ser posible es que lleguen a sentirse iguales y próximos. Van a ser europeos todos, pero sin que logren perder nunca las seculares identidades culturales que los habrán de diferenciar siempre.

Es allí, en el campo de las peculiaridades culturales, que reside la mayor dificultad para la unidad europea y no en el de la economía o la política.