Juanito, resucitador de barcos

Á. M. Castiñeira REDACCIÓN / LA VOZ

HEMEROTECA

Allí donde se producía el naufragio, Juan Varela, «fuerte como un roble, animoso, modesto», se sumergía para reparar y reflortar cascos que todos daban por muertos

09 sep 2017 . Actualizado a las 01:50 h.

Cuando Juanito puso a la venta sus «aparatos de buzo, con bote y demás utensilios», llevaba 37 años tapando boquetes desde el fondo del mar para resucitar los barcos que se iban a pique. Era responsable de proezas como el rescate del Uruguay, «considerado por muchos competentes imposible». Tras nueve meses hundido, el vapor fue llevado al puerto de Mugardos, «donde no se creía volver a verlo». Pero en 1920 un anuncio de tres líneas en la última página del periódico daba razón a quien quisiera hacerse con los bártulos de Juanito. Tras una vida entera bajo el agua, solo le faltaban seis años para descansar bajo tierra. En su lugar, en las profundidades marinas dejaría a otro Juan, el cuarto de seis hijos, para continuar una saga que después prolongaría su nieto Jaime.

A los 40, recién estrenado 1909, Juan Varela Romay es un tipo «fuerte como un roble, animoso, modesto» y acaba de «atender el salvamento del vapor Iris» en medio de la bahía coruñesa, en una noche que «caían chuzos». La prensa lo aborda en busca de detalles, pero la noticia vira en redondo en cuanto el buzo se pone a hablar. Saluda «galante con la escafandra» y la conversación pone rumbo a hazañas pasadas. «Tengo acudido a muchos barcos. Me acuerdo del San Agustín, de pesca, que se quemó y se fue a pique [...]; de otro inglés (no sé cómo se llamaba) que estaba varado en la ría de Corcubión; del Kinmore, en la playa de Traba, una de las más feroces de la costa; del Trier, en la ensenada de Bens», repasa. «Debajo del buque inglés -sigue-, así como suena, debajo, estuve días enteros, tumbado taponándole la quilla».

En el trabajo, asegura, se pasa frío. «¡Vaya!» si se pasa. No es nada agradable, «pero peor es morir asfixiado». «Una vez -dice- me pasó en Camelle. Se obstruyó la manga de aire y me vi negro. Mejor dicho, negro me vieron arriba, cuando me izaron asustadísimos. Otra vez se rompió el enchufe de un tubo, y a poco más no lo cuento».

Entre tiburones

Y de los tesoros «que todas las novelas cuelgan a los buzos», nada. «Son cuentos. Lo que se encuentran son disgustos». Disgustos que a veces llegan formando «una bandada», armados con dientes grandes y afilados. «En Cuba. Si me descuido, me zampa un tiburón [...]. Fue cuando lo de la guerra. El capitán del Alfonso XII, de la Trasatlántica española, viendo su buque perseguido por los yankees, ya a punto de tener que entregarse, fue y ¡zas!, lo embarrancó en la bahía de Mariel. Me llamaron a mí y a otros para bajar a deshacerlo, para extraer la carga, los materiales, cuanto fuese posible, vamos. Un día [...] estaba yo solo sobre la tapa de los cilindros de la máquina. De pronto las aguas se agitaron como si hubiese una corriente enorme. Después, se oscurecieron como si pasase una nube negra. Me volví y vi a pocos metros tres tiburones, cuatro, seis... [...]. Y con cada boca... y con cada cola... Yo saqué el cuchillo, una buena hoja, templada y recia, y esperé. Un tiburón pareció verme, el condenado, e hizo rumbo hacia mí como una flecha. Levanté el brazo... [...]. El animal hizo un extraño, que no le pago nunca, y me atizó un latigazo con la cola. Eso me salvó. Caí rodando sobre las planchas de la máquina. Allí estuve un minuto, dos, que me parecieron siglos...».

Dinamita bajo el mar

De todas formas, para el buzo, más feroces aún que los escualos son los explosivos. Durante la construcción de un dique, «yo vivía abajo. Los demás, arriba, en los flotadores y en las barcazas. Estábamos arrancando rocas [...]. Había colocados siete cartuchos de dinamita y llegó el momento de darles fuego... No quiero acordarme. Por lo visto, nadie se acordaba tampoco de mí, y de pronto... [...]. Un espantoso cañonazo. Yo estaba cerca; vi brillar la luz y tuve la seguridad de morir allí. Voló la peña, rota en mil pedazos, volé yo, es decir, me zapateó lejos la columna de agua, fuerte y poderosa como una tromba... Por fortuna no perdí el sentido y llamé, llamé angustiado, tirando de la cuerda como un loco. Cuando me izaron, estaba sordo». Pero no mudo: «¡Crean ustedes que se me soltó la lengua!... Les llamé...».

Juan se sumerge cada día «cuatro o cinco horas. A veces más». «Hubo ocasiones en que trabajé todo el día, subiendo solo para alimentarme, es claro». Incluso a más de veintitrés brazas de profundidad, «¡una inmensidad de agua sobre la cabeza!».