Augusto Fernández, el negro que hacía malabares y «shoteaba» como los dioses

Lorena García Calvo
lorena garcía calvo VIGO / LA VOZ

GRADA DE RÍO

Oscar Vazquez

La carrera de Augusto Fernández ha estado marcada por su tenacidad y por el apoyo constante de su familia

19 mar 2014 . Actualizado a las 17:43 h.

«Muchas veces miro para atrás y pienso cuántas cosas han pasado, cuántos viajes, cuántas veces me encerré en la habitación a llorar en la residencia en la que vivía con chicos más grandes. Yo extrañaba a mi familia, pero miraba al estadio de River y decía: ?Ahí tengo que jugar?». Cuando Augusto Fernández (Pergamino, Argentina, 1986) echa la vista atrás se le hace un pequeño nudo en la garganta. Fraguarse un nombre en el mundo del fútbol y ganarse un sitio en la selección argentina no ha sido fácil, pero cada vivencia y cada sacrificio le ha convertido en lo que es. En Vigo vive un momento dulce. El sábado, ante el Levante, protagonizó un partido con mayúsculas y lució los galones de capitán del Celta. El sacrificio ha merecido la pena.

Como todo buen argentino, Augusto creció amando el fútbol. Su padre, Walter, llegó a ejercer como portero, y el pequeño Agu, como le llamaban en familia, creció dando patadas a cada balón que encontraba. A finales de 1997, con 11 años viajó con su familia a Buenos Aires, a 230 kilómetros de su Pergamino natal, para ver a su hermano Leandro en un torneo con River. «En el entretiempo del partido comenzó a hacer sus jueguitos y a patear al arco una y otra vez. Los ojeadores le llamaron y vino corriendo hacia su mamá y hacia mí para decirnos: '¡Esos señores me dijeron si quiero venir a jugar acá, a River!», recuerda Walter Fernández.

Al principio pensaron que se trataba de una broma, pero una semana después el «negrito que hacía malabares y shoteaba como los dioses» llegaba a Buenos Aires para firmar por River Plate. Comenzó entonces una peregrinación que puso a prueba a toda la familia Fernández. «Durante un año Agu salía de la escuela a las 12.30, su mamá preparaba una vianda, y a Buenos Aires, con 230 kilómetros de ida y otros 230 de vuelta», recuerda Walter. Primero era solo los martes y el domingo, pero luego fue también los jueves, por lo que acabó quedándose ya desde el viernes hasta el domingo en casas de compañeros. Los viajes de la familia eran constantes, con su padre, su madre María Julia, su hermano Leandro y su abuelo Coco acudiendo a cada partido. Apoyándolo sin reservas e incluso entrenando con él cuando regresaba a casa.

Un golpe duro

Poco antes de cumplir los 12 años Augusto entró a formar parte de la residencia de River Plate, donde compartía estudios y fútbol, y donde estrechó lazos con gente como Falcão. «Fue durísimo. Augusto fue el que más sufrió. Dejó todo de lado por el fútbol», recuerda su padre. «Soy consciente de que me perdí muchas cosas, pero también de que el sacrificio no fue solo mío, sino de mi familia. Ellos han hecho muchos viajes para que yo pudiera ir con tan poca edad a Buenos Aires».

Si separarse de los suyos fue un golpe duro para Augusto - «alejarme de mi familia, no poder ver crecer a mi hermanito, me golpeaba» -más lo fue todavía la pérdida de su madrina poco después de llegar a la capital. «Tenía doce años, hacía poco que había llegado a Buenos Aires cuando perdí a mi madrina, Maruca. Quise dejarlo todo y volver a Pergamino», recuerda el futbolista. Pero su entrenador le convenció para que continuase adelante. Lo hizo, pero sin olvidarse de Maruca. Cuando debutó en la élite, Augusto y su familia cumplieron una de las promesas que le había hecho. Compraron y restauraron la casa en la que había vivido, que hoy es la residencia de su familia, y que llaman «La Maruca».

Ese adiós fue un golpe, pero no el único. «Con 15 años tuve un bajón y quise volver a Pergamino». Regresó a casa unos meses, pero su hambre de fútbol le llevó de nuevo a Buenos Aires con River recibiéndole con los brazos abiertos.

El debut que no fue

Corría el año 2005 cuando Augusto recibía la llamada del primer equipo de River. «Me llamaron para un partido contra Independiente. Toda mi familia estaba revolucionada, viajando a Buenos Aires». Pocos minutos antes de salir al césped el médico del equipo preguntó a los jugadores si alguno había tomado alguna sustancia, y Augusto le explicó que se estaba medicando para la rinitis, pero que no pasaba nada, porque con el filial jugaba sin problemas. Sin embargo, «el doctor me dijo que así no podía salir. Me quedé afuera». Su ilusión se estrellaba contra un muro que todavía crecería en las siguientes semanas. Un cambio de entrenador y una lesión le envió a jugar con el juvenil. Había acariciado con los dedos su sueño, pero se había desvanecido. «Nunca bajé los brazos, siempre peleé, y cuando me llegó la oportunidad la aproveché».

«Fue increíble. Me citaron y fui para el banquillo. A los 28 minutos el entrenador me llamó. Me dijo, entra, y yo encaré el costado para entrar en calor, pero me dijo, entra en la cancha. Un compañero se había lesionado. Fue un relámpago, pero también inolvidable». Recuerda de su debut.

Con la camiseta de River Augusto fue cumpliendo las promesas de convertirse en futbolista que había hecho de pequeño y regalando alegrías a una familia orgullosa de sus logros. Su abuelo Coco era uno de sus incondicionales. «Estaba en silla de ruedas y Augusto solventó económicamente toda la reforma de su casa para otorgarle a la vivienda más espacios para que se pudiera desplazar. Le ofreció mejor calidad de vida», recuerda Walter. Augusto sentía devoción por su abuelo, por eso su fallecimiento, que coincidió con la primera llamada de la selección, fue un mazazo. «Eso sí fue un golpe duro en mi carrera, porque ahí sí que no sabía qué hacer», rememora el atacante del Celta, que tiene muy claro que cada uno de sus éxitos es colectivo. «Sé que todos mis logros, y los que pueda llegar a tener, son también de mi familia, que siempre me han apoyado, de mi mujer y mis hijos, que son mi sustento». Le arroparon cuando Augusto, al no vivir River buenos tiempos, tuvo que hacer las maleas rumbo al Saint Étienne. También cuando el club francés, que quería ejercer la opción de compra, dio marcha atrás después de un cambio en el banquillo y de una lesión de Augusto. Y cuando el hoy internacional regresó a casa y fichó por Vélez, con el que el Negro, como había sucedido con River, consiguió un campeonato.

«Todo estaba concretado para marcharse a Turquía, cuando un día me llama y me dice: ?Papá, salió una posibilidad en el Celta de Vigo, y yo siempre quise jugar en al Liga. Voy a decidirme por esa opción aunque pierdo muchísimo dinero, ¿qué te parece??». Así recuerda Walter Fernández la última apuesta de Augusto. Una decisión que año y medio más tarde se ha revelado como exitosa para un hombre que «cuando me levanto para ir a entrenar o jugar sé que lo voy a dar todo, que no me voy a guardar nada de esfuerzo». De aquel niño que daba patadas a un balón en Pergamino, «lo que queda hoy es el mismo amor por el fútbol». Y por la familia.