Suspenso en geografía: ni la ensaladilla es rusa ni la tortilla es francesa

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JOSE PARDO

Infinidad de platos tradicionales llevan un apellido que no les corresponde, causando la confusión de los turistas cuando, se supone, llegan al país que vio nacer tal o cual elaboración. Repasamos las confusiones más habituales

14 abr 2021 . Actualizado a las 12:48 h.

Dice Picadillo en su Cocina Práctica que la Ensalada rusa lleva zanahorias, chirivías, remolachas, patatas y nabos. También judías, tirabeques y guisantes. Sigue la lista: cebollas, pepinos, tomates y pimientos asados; además le añade aceitunas, alcaparras, lechuga, escarola, berros y huevo picado. Este mejunje de ingredientes se parece a lo que entendemos la mayoría por ensaladilla lo mismo que un huevo a una castaña. De hecho, los puristas se rasgan las vestiduras cuando la receta se aleja de la patata, el atún, la zanahoria, el huevo y, por supuesto, la mayonesa. Pues bueno, en honor a la verdad, la primera versión de esta tapa (hoy en día) tan castiza tiene más que ver con la elaboración del gastrónomo gallego que con lo que podemos encontrar en cualquier bar. Aunque con el nombre no se atina en España ni por asomo.

Más rusa que el vodka a ojos de la mayoría, la ensalada tiene dos posibles orígenes, según la fuente que se consulte. Parece ser que el chef italo-inglés Charles Elmé Francatelli (1805-1876) ideó y registró la primera versión de ensalada rusa. Se trataba de una modificación de una elaboración de su mentor, el cocinero Antonin Carême (también creador del uniforme de chef), que incluía zanahoria, nabo, espárrago, judías, guisantes, patatas y remolacha, todo cocido y mezclado con mayonesa. Además, incluía champiñones y esa fue la razón por la que su gentilicio fue parisino.

Años después, pero no muchos, el cocinero belga de origen francés Lucien Olivier emigró a Rusia y montó un local basado en platos galos, quintaesencia de la gastronomía de la época. En la carta incluyó una ensalada que era un totum revolutum de alimentos imposibles: perdiz, cangrejos, caviar, lengua de ternera y trufa; además de lechuga, pepinillos, patatas cocidas y aceitunas. Todo aderezado con una salsa similar a la mayonesa cuyo secreto se llevó el cocinero a la tumba. Esta receta empezó a hacerse un nombre en el Viejo Continente, donde cogieron la parte por el todo, eliminando los ingredientes más caros de la versión de Olivier y añadieron productos más humildes como los guisantes y las zanahorias. Salvo en nuestro país, todos la conocen como ensalada Olivier.

Salsa ¿holandesa?

Precisamente del maestro Carème es una preparación que bien podrían reclamar los franceses: la salsa holandesa. Esta mix de mantequilla, yema de huevo y zumo de limón tomó el nombre, primero, de la ciudad normanda de Isigny, conocida por su exquisita mantequilla. Acabó con el nombre por el que hoy se conoce a esta salsa porque esta ciudad estuvo un tiempo ligada al territorio de Holanda, debido a las innumerables modificaciones que sufrieron sus fronteras.

Si lo anterior se coge por los pelos, lo de la tortilla francesa es de traca. Tildados frecuentemente de chauvinistas, los franceses parecen ser los únicos que no consideran que este plato les pertenezca. Sin queso no hay omelette, piensan en el país vecino. Así que ni hablar del peluquín de estos huevos bien revueltos. ¿Por qué entonces se les atribuye este plato? Pues porque muchos comenzaron a identificar este plato con esa comida «de cuando los franceses», sigue la frase, asediaron Cádiz en 1810. La falta de patatas convirtió este plato en un recurso total de los españoles que ha llegado hasta el día de hoy. 

Otro apellido que suele llevar a confusión es  «a la romana». Cantidad de turistas llegan a la ciudad eterna con la intención de comerse la mejor merluza o los mejores calamares rebozados y si se los hacen bien será por obra y gracia de las dotes culinarias del chef en cuestión, pero en absoluto porque sea un plato tradicional romano. La mayoría de documentos atribuyen esta relación a que fueron unos misioneros jesuítas portugueses quienes en el siglo XVI empezaron a consumir pescado rebozado durante la cuaresma para hacer el menú más contundente y apetitoso. El origen latino de este invento parece que derivó en llamarlo a la romana. Y de la capital del país a la capital de la moda, donde si uno pide una milanesa se topará con una contundente chuleta. La vuelta de tuerca es la milanesa a la napolitana. Este doble salto mortal tampoco tiene nada que ver ni con el norte ni con el sur de Italia. De hecho donde es especialmente típica esta elaboración que lleva salsa de tomate, jamón y queso es en Argentina; país, eso sí, donde un italiano ideó esta mezcla en el restaurante Nápoli, frente al Luna Park de Buenos Aires.