¿Podría ser nuestro cocido de origen bereber?

Ana Vega Pérez de Arlucea COLPISA

SABE BIEN

MARTINA MISER

El plato más icónico y transversal de la gastronomía española tiene, según varios libros, una procedencia inesperada

18 jun 2020 . Actualizado a las 16:39 h.

 Me gustaría que reflexionaran un momento y me dijeran qué platos hay en España que se cocinen en todo el país y que no estén asociados a una gastronomía regional sino nacional o, si lo prefieren, suprarregional. No muchos. De hecho, no hay casi ninguno. Nuestras recetas más icónicas, esas que brillan en las cartas de casi todos los restaurantes españoles en el extranjero (desde el gazpacho a la paella, pasando por el bacalao al pil-pil o el pulpo a la gallega) son producto de tradiciones culinarias concretas y bandera de sus correspondientes lugares de origen que, felizmente, se han popularizado y extendido por todo el país.

¿Qué platos tenemos entonces que disfrutemos todos en España? Si lo piensan, seguramente asomarán por ahí la tortilla de patatas, las croquetas, los huevos fritos y paren de contar. Por supuesto que compartimos técnicas, ingredientes y hábitos comunes, pero para bien o para mal la española no es una sola nación culinaria sino la suma de otras muchas, un sabroso tapiz entretejido con aportaciones de aquí y de allá y en el que el único plato históricamente nacional es más un concepto que una receta específica: el cocido. Allá por 1888 el doctor Thebussem y José Castro, los primeros teóricos del cuchareo patrio, ya dijeron en La mesa moderna que «la unificación artificiosa de los diversos territorios de la península ha producido una especie de anarquía gastronómica que 400 años de gobierno común no han puesto en orden». Tildaron entonces al cocido de «unión constitucional entre los antiguos reinos», joya carente de fórmula concreta y que por lo tanto servía, en sus múltiples manifestaciones autóctonas, como símbolo de una gastronomía federada. Más o menos lo mismo dirían casi 90 años después Néstor Luján y Juan Perucho en El libro de la cocina española (1974).

Curiosamente Luján y Perucho no tiraron del mito de la adafina, del que hablamos aquí la semana pasada, para ubicar los orígenes de los pucheros. Fueron bastante más atrevidos remontándose al caldo negro de los espartanos o a los garbanzos cartagineses, elecciones un tanto arbitrarias pero tan válidas como la judía adafina para concordar -más o menos- con la definición que de olla o cocido da la Real Academia: «Comida preparada con carne, tocino, legumbres y hortalizas, principalmente garbanzos y patatas, a lo que se añade a veces algún embuchado y todo junto se cuece y se sazona». Y puesto que de coincidir con esa descripción se trata, hoy les traigo una receta que se adapta a ella como un guante, casi desconocida pero más antigua que el típico cocido del Sabbat sefardí. Para ser un cocido académico tan sólo le faltaban las patatas, que aún no habían llegado de América, y el tocino, no permitido por la ley islámica.

Les hablo de un plato musulmán conocido en al-Andalus como sanjayi, sinhayi o al-sanhagi, una auténtica olla podrida inventada mucho antes de que existiera España como país. Sanhaya o Sanhagah era el nombre de un conjunto de tribus nómadas bereberes de las que en el siglo XI nació el imperio almorávide. En tiempos del Cid los almorávides liderados por Yusuf Ibn Tasufin conquistaron los reinos de taifas andalusíes y dejaron una impronta en la península que doscientos años después seguiría viva en una receta tan identificada con ellos que llevaba su mismo nombre.

Cumple las características de la cocina moderna

Este cocido bereber aparece en los dos únicos recetarios andalusíes que conocemos hoy en día, ambos del siglo XIII: el Relieves de las mesas o Fudalat al-Jiwan, del murciano Ibn Razin al-Tugibi y el anónimo Kitab al-Tabih, más conocido por el título de La cocina magrebí durante la época almohade. En el segundo aparecen dos fórmulas de sanhayi, una regia y propia para príncipes y otra más popular. En esta tenían cabida especias, carne de vaca, oveja y ave, albóndigas, mirkas o mergez (salchichas), garbanzos, almendras, castañas, ajo, aceite y lo que hubiera «de verduras como nabos, zanahorias, berenjenas, calabazas, tallos de apio sin hojas y cabezas de lechuga, según la estación». Todo junto en una olla y cumpliendo con todas las características del cocido moderno salvo la presencia de cerdo.

¿Por qué se conoce a la adafina, de la que no hay recetas tan antiguas como estas, como madre de todos los pucheros, y no al sanhayi como legítimo y posible padre? Seguramente porque la pobre olla bereber no ha sido divulgada como se merece y ni siquiera traducida hasta hace poco.

La receta: «Coges una cazuela, la más grande que se pueda, y pones en ella pedazos buenos de la carne que tengas: vacuno, ovino, cabrito lechal y de carne de caza la que puedas encontrar, liebre, conejo, gallina, oca, perdiz, pichones, palomas torcaces grasas, zorzales blancos y pájaros grasos. De todo ello cortas lo que se deba cortar en pedazos medianos y dejas lo demás entero. Le añades salchichas, embutidos, tortas de carne, limas y aceitunas en conserva, almendras peladas, garbanzos remojados, hojas de cidro y una rama de hinojo. Se le pone agua, sal, aceite, pimienta, cilantro seco y fresco cortado, hojas de menta, dientes de ajo, media cebolla cortada y una cucharada de almorí. Se colorea la carne con azafrán y se lleva la cazuela al fuego a cocer. Después se coge una col buena y tierna, nabos, berenjenas, hinojo y zanahorias si hay. Se limpian, se colorean con azafrán y se ponen en la cazuela. Cuando todo está hecho añades manzanas y membrillos pelados y a continuación buen vinagre en la cantidad que convenga. Dejas la cazuela sobre el fuego hasta que da uno o dos hervores; después la retiras y la dejas sobre fuego flojo. Cómelo y que aproveche, si Dios Altísimo quiere».