Las mayores estafas del vino tienen nombre y rostro

SABE BIEN

JANE ROSENBERG

Personajes icónicos del mundo vinícola se han servido de las triquiñuelas aprendidas en el sector para hacer del fraude un modo de vida. Aunque algunos también han pagado por pecadores sin serlo

27 ago 2018 . Actualizado a las 16:54 h.

Merecedor de un documental que desnuda sus hazañas (Uvas amargas), Rudy Kurniawan tiene el dudoso honor de haber llevado a cabo el mayor fraude que el mundo del vino haya conocido jamás. Indonesio residente en California, Kurniawan era (y probablemente siga siendo) un amante empedernido de los vinos. Apreciaba especialmente grandes vinos de crus de Borgoña y Burdeos, pero lejos de quererlos bien, casi como las obras de arte que son, este joven de refinado paladar (a principios de los 2000 despuntaba en Los Ángeles como gran catador) aprovechó que era vinos de coleccionista prácticamente imposibles de conseguir en el mercado, y que en rara ocasión se descorchaban, para fraguar su plan.

En el 2006, tras años copiando carísimos vinos en la cocina de su casa de Arcadia, Kurniawan era visto en la costa oeste como uno de los hombres con la bodega más asombrosa de Estados Unidos. Por sus botellas pujaban todo tipo de personas de la alta sociedad norteamericana, hasta el día en el que un avispado Laurent Ponsot, propietario de Domaine de Ponsot, se percató de lo que estaba sucediendo cuando comenzaron a aparecer botellas de Domaine Ponsot de las cosechas entre 1945 y 1971. Y la familia Ponsot no había comenzado a embotellar vino hasta 1982.

Con las declaraciones de Ponsot y otros indicios, el FBI descubrió el taller de falsificación clandestino de Kurniawan, que fue arrestado en el 2012 y entró en prisión para cumplir el castigo de diez años de cárcel en lo que fue una pena inédita.

Estilo «a mí que me registren», el multimillonario alemán Hardy Rodenstock se vio envuelto en uno de los mayores fraudes de la historia del vino sin comerlo ¿ni beberlo? Según este promotor de música pop, que en los años ochenta organizaba una de las más exclusivas catas de vino, era conocido por impedir a los invitados que escupieran los caldos. Pero desde 1988 su fama se consagró por razones bien distintas.

Ese año el californiano William Koch pagó a Rodenstock medio millón de dólares por cuatro «Jeffersons», unas botellas de Château Lafite de 1787 en las que el antiguo ençologo Thomas Jefferson había grabado sus iniciales en el vidrio. Su impronta era la prueba de que estas botellas pertenecían a un lote de 250 botellas que el tercer presidente de Estados Unidos había comprado en el país galo y sobrevivido a la revolución francesa. Los problemas comenzaron cuando Koch quiso exponer las botellas en el Boston Museum of fine arts y le preguntaron por la procedencia de las mismas. Se dio cuenta de que no podía justificar su origen y empezó a sospechar. Cogió la sartén por el mango y contrató los servicios de varios especialistas, que concluyeron que las iniciales fueron grabadas con, atención, instrumentos modernos de dentista.

Rodenstock, por su parte, nunca ha querido aclarar quién le vendió ese lote que estuvo tapiado durante años para protegerlo de los nazis en París.

El «rey de beaujolais»

Georges Duboeuf, conocido como «el rey del Beaujolais» fue declarado en el 2006 culpable de fraude por un juzgado de París tras descubrirse que el vino de su bodega procedía de una mezcla ilegal de uvas de diferentes procedencias, y no de la zona cuya denominación de origen llevaban. En un juicio que conmocionó al mundo vinícola francés, Duboeuf, uno de los productores más conocidos de Francia, que comenzó como marchante de vinos con solo 18 años, tuvo que pagar 30.000 euros una vez se destapó su totum revolutum de uvas baratas, medias y de calidad alta que usó para ocultar una mala cosecha en el 2004. Su compañía facturó con esas botellas 110,5 millones de euros y comercializó 270 millones de litros.