Un afectado por el corte del AVE a Galicia por el incendio: «Esta penosa experiencia me dejó claro que algún cargo de Renfe confunde al pasaje con números»

miguel anxo fernández

GALICIA

Miguel Anxo Fernández, en primer término y con gorra, al bajarse del tren en Zamora
Miguel Anxo Fernández, en primer término y con gorra, al bajarse del tren en Zamora Xosé Manuel Rodríguez

Miguel Anxo Fernández, escritor y crítico de cine en La Voz, relata su experiencia como pasajero de un Alvia con destino Ourense el pasado sábado

20 jun 2022 . Actualizado a las 19:27 h.

La Policía Nacional no está para recibir a cara de perro a un grupo de viajeros a los que Renfe obsequió con un viaje ida y vuelta Madrid-Zamora, contra su voluntad. Pero vayamos al principio. Servidor estaba entre el centenar y pico de ciudadanos que nos subimos en Chamartín al Alvia con destino Ourense a las 17.45 de anteayer sábado, con el billete obviamente pagado, pero que no pudimos completarlo en su regreso. Habíamos subido otro compañero y yo -con lo puesto, solo para un almuerzo de trabajo- en el ídem que salía de la capital ourensá a las 09:49, llegar a tiempo a un Madrid con 36 grados, cerrar temas y regresar para el resto del fin de semana en una Galicia ya más refrescada. Pero la catástrofe de la sierra de la Culebra lo torció todo. Hasta ahí, tenía lógica obedecer las indicaciones de las autoridades, y no permitir circular en un amplio tramo viario, rodeado por el fuego.

Total, que nos suben al tren. Por megafonía interior una voz nos informa de un retraso en la salida a causa de un incendio en Zamora. Finalmente, con media hora de retraso, el convoy se pone en marcha. Parada en Segovia, parada en Medina del Campo y parada en Zamora. Otra vez la megafonía dicta que el tren no puede seguir, que regresamos a Madrid y quienes lo deseen «pueden bajarse en Zamora». Y ahí comienza el lío. Parte del pasaje salimos al andén, e interventor, maquinistas, un vigilante de seguridad y algún otro renfiano, se esfuerzan por convencernos de lo idóneo del regreso y tal. Insisten -correctos en todo momento, pese a su impotencia, es Madrid quien da las órdenes-, pero el pasaje respondemos que tururú, que hotel en Zamora y bus cuando toque. Alguien insiste en poner una denuncia y otro alguien debió sentir frío en el cogote -aunque el calor era insoportable- y a los pocos minutos asoman tres agentes de la Nacional zamorana, muy amables, y tratan de convencernos de que nos subamos al tren.

Pocos minutos después, se suman cuatro de la Local, aunque a distancia y en plan observadores de la ONU… Sigue el rifirrafe dialéctico, pero nos aseguran que en Madrid nos darán hotel y después autobús desde allí a destino, si finalmente no pueden salir los trenes a causa del incendio. Muy pocos se quedan en tierra. Llegamos a las 22.47 y nos encontramos ya en el andén a varios agentes de la Nacional, separados entre sí por diez o doce metros y en esa postura tan de academia militar: mirada de Rambo, piernas abiertas, brazos a la espalda, chaleco, visera, arma reglamentaria, porra, el mancontro última generación y puede que algún utensilio más, pero ninguna margarita en la oreja… Nos quedamos de piedra. Desembarcaban en Chamartín docenas de peligrosos delincuentes arrastrando sus maletas, niños y mayores incluidos. Subimos las mecánicas -habilitada la de bajada para lo inverso- y vemos que la cadena policial se prolonga hasta el hall de entrada.

Amablemente -en todo momento su comportamiento fue correcto y añadiría que a sabiendas de que la razón estaba con nosotros- se nos conminaba a dejar la estación: «las instalaciones se cerrarán a las doce de la noche». Una señora-coraje planta al agente del ultimátum y le dice que, de eso nada, que ella no se va y que vengan los de Renfe con sus soluciones. El agente insiste en que su trabajo será desalojarnos. Los ánimos se calientan, comienzan los gritos, aunque sin aspavientos, simplemente ruidosos. Transcurrida media hora alguien de la Casa de los raíles, con cara de «pero qué he hecho yo para merecer esto», intenta ir de bombero y las llamas se avivan: queremos hotel, queremos cenar y queremos irnos a nuestro destino. El tiempo no se detiene, se producen repuntes en plan síndrome de Estocolmo: los pasajeros hablan con la policía en pequeños corrillos, los vigilantes de seguridad se relajan, pero sigue sin ocurrir nada.

Ya son las 00.45, uno con chaleco amarillo nos comunica que un par de autobuses nos llevarán a un hotel. La cola, hasta ese momento aletargada por la rutina, se pone en marcha. Primera batalla ganada: las instalaciones no se cerraron a las 00.00 h. Diez minutos después, un centenar largo de viajeros guardábamos cola en un hotel de cuatro estrellas, próximo a Barajas. A la 1:45 ya estaba en mi habitación -los menos afortunados, lo estarían dos horas después, tres empleados hoteleros trabajaban a destajo-, con lo puesto y no entro en detalles, mi equipaje eran unos folios, un boli y el cargador del móvil… Y el culebrón Renfe continúa pocas horas después: son las 09.15 del domingo, y de recepción nos llaman para advertirnos que nos espera un autobús en la puerta y regresar a Chamartín. «Para qué?», preguntamos. Sin respuesta. Se supone que a aguardar otra vez a que restablezcan la línea, y además no hay billetes regulares. Con un poco de suerte, quizá a última hora y con toda seguridad el lunes habían comentado durante la noche del lío. Pero que no nos preocupemos, Renfe atenderá nuestras reclamaciones y nos devolverá la pasta.

Pudimos saber avanzada la mañana que había fletado un tren especial, una vez comprobado el nulo riesgo del viaje. Aquellos que aceptaron dejar el hotel, todavía se tiraron otras horitas en Chamartín. Esta penosa experiencia, más allá de lo que pueda tener de aventura y de subidón de adrenalina, me dejó claro que algún renfiano -de los de arriba, claro- no vive en el mundo real, confunde al pasaje con números -no me atrevo a utilizar la expresión ganado…-, y no dudó en implicar a la Policía con vaya usted a saber qué cuento. Resumiendo: ciento y pico peligrosos ciudadanos cometieron el delito de comprarse un pasaje en el Alvia y, qué atrevidos, qué descarados, se atrevieron a exigir los derechos que asisten a todo pasajero, aun admitiendo causa de fuerza mayor. Con meterlos en un hotel no es suficiente. Considerarnos delincuentes, tampoco fue de recibo. Eso no me da la gana de olvidarlo.