Según la encuesta de Sondaxe, ocho de cada diez gallegos son (somos) felices. Para valorar este dato tan reconfortante habría que recordar que el encuestador es una mezcla de confesor y psicoanalista, suponiendo que estas dos ocupaciones se diferencien en algo más que en la terapia que administran. En ambos casos se trata de escuchar a alguien que sabe que su testimonio permanecerá en el anonimato, salvaguardado por el secreto de confesión o el código deontológico.
El encuestador establece un pacto parecido con su muestra. El sujeto puede desnudarse y permitir que el subconsciente se libere de todas las convenciones. La pregunta es si esa mayoría absolutísima de gallegos que se declaran felices, dirían lo mismo si su nombre se hiciera público. ¿A cuánta gente de su entorno le han confesado su felicidad? Seguro que a muy poca. En unos casos debido a un pudor que nos hace ver ese reconocimiento como algo cursi. En otros porque la felicidad se ha convertido en algo políticamente incorrecto en una sociedad dominada por la queja. Hay una tercera causa: la sospecha de que los demás son infelices y que por lo tanto contradecir la infelicidad general es inapropiado.
Si se evaluara el grado de felicidad de Galicia por los testimonios que llegan a los medios de comunicación, por ejemplo, el balance sería muy diferente al del sondeo. Son muros de las lamentaciones en los que abundan las protestas y los agravios. En una comunidad como la que algunos describieron en la investidura de Alfonso Rueda, para ser feliz sería necesario el consumo habitual de estupefacientes. No hay memoria de un colectivo, asociación o coordinadora que emita un comunicado para anunciar lo satisfechos que están sus miembros. Y sin embargo cuando esa Galicia organizada en siglas se desmenuza en individuos concretos a los que va a visitar el encuestador, aflora la felicidad reprimida.
Un momento, dirán algunos. Esos gallegos felices serán quienes, sugestionados por sus tendencias políticas, creen que Galicia va bien. Pues no. Los datos de Sondaxe indican que la felicidad es algo que confiesan también los votantes nacionalistas, que al parecer son inmunes al mensaje amargo que sus líderes suelen exhibir. Es decir, que para la parroquia electoral del BNG Galicia no va tan bien, pero tampoco es un valle de lágrimas donde sigue vigente la Negra Sombra. Los dos tipos de gallegos se distancian a la hora de votar, pero tienen en la felicidad un común denominador. Por obra y gracia de la encuesta, los felicianos salen un poco del armario. Los padres fundadores de los Estados Unidos establecieron la búsqueda de la felicidad como derecho inalienable. Los gallegos se sienten aludidos, lo ejercen, la encuentran y solo la admiten en la privacidad de una encuesta.
Cuneros de hoy y siempre
Con el mayor de los respetos para la RAE, su definición de cunero requiere una revisión. En ella se asegura que se trata del candidato o diputado «extraño al distrito». No cabe duda de que cuneros ilustres como Pérez Galdós o Azorín cumplían ese requisito. El primero representó en las Cortes a Puerto Rico y el segundo a Ponteareas, aunque pudo haber sido al revés. En aquellos tiempos el escaño era asignado por el partido como un obsequio. Así pues, el caso de Macarena Olona, alicantina diputada por Granada y ahora candidata a presidir la Junta de Andalucía, tiene precedentes de postín. Sin duda todos ellos son «extraños al distrito» porque ni nacieron, ni residieron en él, ni tuvieron una actividad vinculada a ese territorio. Ocurre que también son «extraños al distrito» quienes, teniendo origen, residencia o actividad, se olvidan de los votantes para quedar sumergidos en su grupo parlamentario. Pocos puertorriqueños sabrían quién era Pérez Galdós. ¿A cuántos diputados de la provincia puede citar usted?
Calvo-Sotelo tenía razón
En el cementerio de Ribadeo reposan los restos de uno de los presidentes más breves, escuetos y prolíficos de la democracia. Se celebra ahora con pompa una decisión suya que entonces provocó airadas protestas y negros augurios. Leopoldo Calvo-Sotelo decide romper con el aislamiento y entrar en la OTAN. Pero hizo más cosas: el divorcio, el intento de armonizar las autonomías, la lucha contra las secuelas del 23-F y hasta la reforma del escudo nacional, despidiendo al águila rapaz. Todo eso en menos de dos años. Ocupa algunos renglones en la historia, a pesar de que la cambió o la recondujo. Pocas voces se han alzado estos días para decir que aquel político en apariencia tan soso tenía razón al alinear a España con las democracias y desoír al pacifismo, vistoso muñeco de la Unión Soviética. Después llegaría González para acertar rectificando, pero el paso decisivo lo da un presidente casi gallego que nos dejó, por cierto, un libro de memorias ameno que nos descubre que el gran secreto del poder es que no tiene ninguno.