Todo lo que ha venido sucediéndose en torno al regreso a España de Juan Carlos I, una vez que la Fiscalía archivó las causas en su contra por la triple combinación de las regularizaciones fiscales realizadas por el exjefe del Estado, la inviolabilidad que le ampara y la prescripción de algunos de los hechos investigados, se ha escrito con la tinta de la lejanía entre los desafíos que encara el rey y la realidad paralela escenificada por su padre en su visita.
Quien fue durante décadas un símbolo de la concordia entre españoles ha sembrado la discordia con sus conductas privadas mientras reinaba. La vuelta a su país no solo no ha atenuado la incomodidad, sino que esta se ha hecho visible en los gestos y actitudes que se han observado, analizado e interpretado con lupa, justo lo que Zarzuela pretendía evitar en la ya de por sí difícil y compleja normalización de la presencia en España de Juan Carlos I.
Los acontecimientos de estos últimos cuatro días, en los que el emérito no se ha pronunciado sobre las sombras de su ejecutoria, han evidenciado que el protocolo pactado para el regreso llevaba consigo el germen del desencuentro. Y que los malestares cruzados hayan trascendido, hasta contaminar el reencuentro de hoy, subraya cómo el viaje ha hecho sangrar la herida entre Juan Carlos I y su heredero.
El rey emérito quería que la recepción en Zarzuela le permitiera alojarse en la que fue su residencia 40 años. Felipe VI, que acudiera a verle antes de desplazarse a Sanxenxo evitando las alharacas. Ni una condición ni otra han sido posibles y el reencuentro se ha teñido de frialdad. Es una incógnita qué permitirá mañana la Casa Real que trascienda del mismo, mientras el Gobierno y los partidos se enzarzan sobre la conducta real y el porvenir mismo de la Monarquía en el primer capítulo de un retorno que se repetirá el 10 de junio.