El 20 de septiembre, a las 9.06 h, los Manzaba volaron de Manaos a Belém, facturando maletas, para subirse allí al avión que los llevaría a Macapá. A continuación, se desplazaron en un vehículo, durante unos 45 km, hasta el astillero, donde constataron que el semisumergible estaba casi a punto para echarlo al agua.
Los Manzaba, en Ecuador, residían con vistas al océano Pacífico. Luis Tomás vivía en el barrio de San Tomé, en la ciudad de Esmeralda, al norte del país, muy próxima a la frontera con Colombia y orientada al canal de Panamá. Por su parte, Pedro Roberto tenía su hogar más al sur, en Manta, concretamente en la calle Dolorosa. Ambos pertenecen a una familia humilde y frecuentaban las zonas portuarias de sus respectivas regiones. Eran marineros de profesión, con conocimientos, experiencia y hambre, también de dinero. Se les relaciona con el transporte de alijos de cocaína por barco a lo largo del Pacífico, pero no en semisumergibles ni en embarcaciones artesanales. También se sabe que realizaron viajes de vuelta en avión a Ecuador desde México, pero no de ida, por lo que se cree que esos desplazamientos tenían una finalidad ilícita. Otro dato que apuntala el hecho de que los Manzaba acabaran enrolados en Che. Pero cruzar el Atlántico supone jugar en otra liga, superior a la del Pacífico. Requiere planes más complejos, el área de tránsito es mucho más larga y las condiciones del mar y la navegación se vuelven más insufribles.
Incluso en el momento de la detención de los tres tripulantes de Che, un mes después en Galicia, se constató a través de la DEA que el hermano de un Manzaba arrestado en España cumplía condena por participar en otra operación en narcosubmarino. Existen motivos para relacionarlos a todos, incluido el hermano enchironado, con la mayor multinacional de la cocaína en Colombia, el Clan del Golfo. Aunque en esta ocasión, con Che, cambiaron de océano, pero todo indica que la organización mullidora era la misma y que repetían su estrategia de contratación: mano de obra muy barata dispuesta a jugar se la vida por casi nada. El precio acordado por los Manzaba incluía 5.000 dólares por adelantado. Al regresar, siempre que saliera todo bien y la parte contratante cumpliera su palabra, recibirían 50.000 dólares más para cada uno. El encargo, en síntesis y por barba, se cerró en 55.000 dólares. Dio igual que la singladura se demorase más de un mes y que ambos primos llevasen desde mediados de septiembre malviviendo en la selva, sin una cama para dormir, descansando en el suelo, y sin salir de aquella fortaleza a cargo de una manada de pistoleros. El trato inicial seguía vigente: cobrarían lo mismo, sin compensaciones. Ellos, a diferencia de Agustín, formaban parte de la tripulación titular contratada y vivieron los preparativos del viaje. A su temprana llegada a Brasil se encontraron con un astillero y lo necesario para subsistir a duras penas. Presenciaron cómo llegaba el otro piloto gallego desde España, cómo se echó atrás por recelo y cómo se buscó a un segundo patrón a la desesperada.
Agustín, muchas horas después de llegar a la Amazonía, seguía recelando y guardando las distancias con aquellos tipos callados y con cara de haber conocido, desde la infancia, a qué sabe el hambre. No cruzó ni una palabra y se mantuvo en la posición de capitán. Su única misión era llevar el semisumergible de un punto a otro del mundo y no quería, ni necesitaba, establecer vínculos con ninguno. Agustín entendió que solo afrontaba un trabajo más que duraría equis tiempo, por lo que, cuanto antes finalizara, mejor para todos. De ahí que la relación fuese deliberadamente fría e inocua.
El escenario y, en general, los actores que lo custodiaban, más allá de los Manzaba, despertaban sobradas sospechas de traición en Agustín. Era joven, pero avispado y con el olfato ya adiestrado en situaciones peligrosas. ¿Acaso alguien allí presente podía garantizarle que los Manzaba no eran agentes encubiertos, o chivatos a sueldo, dispuestos a facilitar las coordenadas necesarias para abordar el narcosubmarino? Incluso el operario que soldó la hélice del semisumergible o el mecánico que ajustó el motor podían irse de la lengua. Por eso, Agustín ni valoró la posibilidad de empatizar mínimamente con nadie, y menos aún con los Manzaba. No le importó parecer antipático, aun a sabiendas del espacio reducido y la aventura suicida que iban a compartir en pocas horas. Y todo ello, durante medio mes, que finalmente se duplicó hasta alcanzar las veintisiete jornadas, con sus días y sus noches mecidas por la angustia que provoca la oscuridad y la soledad. Esa convivencia sin escapatoria posible implicaba, entre otras intimidades, compartir la bolsa de plástico para evacuar las necesidades fisiológicas de cada uno.