Darío Villanueva: «Con el tenis pierdo el oremus»

GALICIA

XOAN A. SOLER

Gran conversador, convence incluso en la defensa de la creatividad en el melón con jamón

05 dic 2021 . Actualizado a las 12:14 h.

Impresiona un poco el veterano profesor con su traje oscuro y su barba blanca perfectamente arreglada. Darío Villanueva (Vilalba, 1950) no levanta nunca la voz, pero se hace oír en medio del bullicioso Casino de Santiago donde nos hemos citado. Llega tras una larga comida de compromiso y se pide un café y un copa de pacharán. Poco a poco, Darío, ex rector, ex director de la RAE, se va relajando camino de mostrarse como un inesperado campeón de la retranca, de la retranca ilustrada que es la que más mola.

—Dígame algo sobre la sobreproducción de gente importante en Vilalba: Fraga, Villares, Ramón Chao, Rouco, usted...

—A mí, francamente, me parece que es un azar; no hay ninguna causa que yo sea capaz de vislumbrar. Además, esas personas que se mencionan son muy diferentes entre sí. No hay un estereotipo vilabés que se repita. De hecho yo siempre menciono a un gran goleador que era Vicente, porque ya me han hecho esta pregunta alguna vez. Hay siempre la posibilidad de usar un chascarrillo y decir que es por culpa de las patatas, o del agua pero, francamente, no tengo respuesta a esa pregunta.

—Usted es hijo de un juez.

—De un juez asturiano, sí.

—Así que lo de Vilalba es circunstancial.

—Mi padre nació en 1919 en Vegadeo. Cuando tuvo que estudiar Bachillerato no había donde en el occidente asturiano, así que sus padres decidieron enviarlo a Vilalba donde, por cierto, fue compañero de Fraga. Allí conoció a mi madre, que sí era vilalbesa, se enamoró y de ahí vengo yo. Mi padre era juez en Luarca, pero mi madre fue a su casa para que yo naciera. Luego mi padre ascendió, fue al juzgado de Lugo y acabó de magistrado en A Coruña.

—Así que en realidad, poco tiempo pasó en Vilalba.

—Yo he mantenido muchísimo contacto con Vilalba siempre, aunque nunca he vivido allí. He pasado momentos muy felices, especialmente con mi abuelo Darío, que me dejó una impronta muy considerable. Fui su primer nieto y llevé su nombre. Tenía una mentalidad marcada por La Habana. Eso lo configuró en algunas ideas como la del dinero. Él pensaba que el dinero siempre tenía que estar en movimiento, algo que en algunos casos es contrario al concepto del gallego que no ha viajado y que cree que el dinero entra pero no sale.

—Dicen que todos somos del lugar donde hicimos el Bachillerato. ¿Usted, de dónde dice que es?

—Yo siempre digo Vilalba, que es la verdad. Los recuerdos de Luarca son muy fuertes y vuelvo siempre que puedo. En Lugo, hice el Bachillerato (y es una ciudad a la que le tengo mucha ley) y luego ya fui a Santiago. Mi vinculación es más con esa ciudad porque yo me casé pronto y monté casa propia, en 1975. Con esa secuencia, cuando me preguntan de donde soy, digo Vilalba, no solo por respetar lo que dice el DNI, sino por pura convicción.

—Y eso de ser hijo de un juez en 1950, seguro que a un niño le imprime carácter.

—En mi caso, sin duda alguna. Y le he dado muchas vueltas en la cabeza a esta cuestión. En aquellos momentos, el juez tenía una autoridad reforzada porque estábamos en una dictadura. Mi padre no era militante del Régimen, pero había sido movilizado con la Quinta del Biberón. Era un hombre justo y que creía en la ley. Entendía que un juez tenía una jusrisdicción que debía de aplicar con unos criterios de profunda coherencia. Y eso a mí me dejó una marca muy grande.

—¿Con qué juguete disfrutó más?

—Con un Mecano. Que era además un juguete que empezabas con una versión básica y que ibas incrementando en años sucesivos. Estaba muy bien pensado porque iba al ritmo de tu desarrollo.

—Pensé que iba a hablar de libros.

—Yo leí desde muy pronto. Recuerdo que en mi primera comunión me regalaron una suscripción a una colección (que todavía conservo), que se llamaba Crisol. Eran unos libros de tamaño pequeño, encuadernados en cuero, de colores distintos y con papel biblia. Y allí leí a Erasmo de Rotterdam, Robert Louis Stevenson, Gustavo Adolfo Bécquer...

—¡Qué poder tienen los libros! ¡Cómo nos gusta poseerlos!

—No cabe duda. En ese sentido es un objeto mágico, incluso llega hasta el extremo de que, muchas veces, el hecho de poseerlo sugiere que se posee lo que el libro contiene, antes de llegar a leerlo.

—Estudiante en Santiago... ¿Se enamoró mucho?

—He de confesar que tuve una vida amorosa activa francamente reducida. Me enamoré en la universidad de la que hoy es mi mujer y ella, que siempre me ha llevado mucho la contraria, hizo los cursos de especialización en Madrid. Yo, que me quedé, hice luego el doctorado en Madrid, con lo que estuvimos unos años separados. Y eso que cuando yo estudiaba, Filosofía y Letras, los hombres éramos minoría y muchos venían del seminario. Los laicos se contaban con los dedos de una mano.

—Eran años de mucho movimiento.

—Yo empecé la carrera en 1967, aquel fue un curso totalmente efervescente porque la universidad se puso en huelga antes del mayo francés. Fue por un conflicto en la facultad de Ciencias, con un movimiento muy potente. Aquello me pilló muy novicio así que no tuve ningún protagonismo en aquel movimiento. Pero en los cursos siguientes sí tuve dos actividades que se pueden relacionar con esta efervescencia: la actividad editorial en una revista que se llamaba Diálogo. Y luego, la actividad tearal. Fui director de un grupo que se llamba Gelmírez y gané dos años consecutivos el título a mejor director del distrito. Y ahí sí que hice algunas cosas aventuradas, como el estreno en España de dos piezas de Max Aub. Y también monté a Bertold Brecht.

El llavero de Darío Villanueva: clásico de piel oscura y con media docena larga de llaves, una de ella larga y retráctil, para adaptarse al llavero
El llavero de Darío Villanueva: clásico de piel oscura y con media docena larga de llaves, una de ella larga y retráctil, para adaptarse al llavero PACO RODRÍGUEZ

—Usted es un gran aficionado a los viajes, ¿qué lugar le fascinó, al que quiere volver?

—Hay uno muy especial que es la Abadía de Vèzelay, en la Bretaña francesa. Es una puerta de concentración de peregrinos franceses, con una magia y un aura inconfundible. Pero aparte de esto yo soy un enamorado total de América Latina y tengo muchos lugares preferidos. Aunque la ciudad es Buenos Aires. Siempre digo: «Si alguna vez me pierdo, buscadme en Buenos Aires».

—Mucha gente con una gran carrera lamenta no haberle dado más tiempo a su familia. ¿Alguna vez le asalta esa idea?

—Admito la posibilidad de que, aunque ellos no me lo han dicho directamente, mi mujer y mis dos hijos en algún momento hayan sentido esa ausencia. Pero nunca he tenido la mala conciencia de haber faltado salvo en ocasiones puntuales y por razones plenamente justiricadas. En eso estoy en paz conmigo mismo.

—¿Celta o Dépor?

—Sinceramente Deportivo, pero eso no significa en modo alguno animadversión hacia el Celta. Siempre me alegro de sus éxitos.

—¿Sigue el fútbol, los resultados...?

—No soy un forofo. Mi deporte es el tenis, ahí sí que pierdo el oremus. Aunque el fútbol sí me interesa. A veces tengo la impresión que es una de las cosas más dignas y estéticamente más apreciables que se pueden ver en televisión.

—¿El fútbol?

—Sí, sí.

—Dicen que decae el interés.

—Puede ser. Yo me he dedicado muchos años a la enseñanza y nunca percibí una gran pulsión por el fútbol salvo un caso cuando, siendo decano de Filología, vinieron a hablar conmigo un grupo de estudiantes, porque tenían un equipo de fútbol en la liga facultativa y estaban en una situación muy precaria. Me convencieron cuando me hicieron saber el mérito que tenía hacer un equipo de fútbol masculino en una facultad donde casi todos los alumnos eran mujeres. Aquelló me convenció y compramos un equipamiento. Tengo en mi despacho de Filología una foto haciendo de Florentino.

—¿Sigue jugando al tenis?

—Sí, sí. Empecé a los 15 años con el fenómeno Santana, Copa Davis, Arilla y las dos finales que se perdieron en Australia. Tuve la suerte de encontrarme en Lugo con un profesor de tenis desinteresado y generoso, Jesús Sánchez, que ha muerto hace poco. Aparte de lo que me enseñaba me utilizaba como sparring. Con algunas intermitencias he seguido jugando. Incluso en Estados Unidos, Portugal...

—Una carrera paralela.

—He tenido dos accidentes que estuvieron a punto de cercenar mi carrera tenística para perjuicio del tenis nacional. Hace 11 años, en un accidente de tráfico muy grave en el que me rompí las dos piernas, una mano, la clavícula y varias costillas... Los médicos me dijeron que no volvería a jugar al tenis, pero al año ya estaba en la pista. Y el año pasado me rompí el codo izquierdo jugando al tenis. Me tuve que operar, pero ya he vuelto a jugar otra vez, porque yo no soy zurdo.

—Dígame algo que le resulte repugnante.

—El sectarismo es algo que me revuelve los hígados.

—¿Piensa en la muerte?

—No lo hacía de manera especial. Pero recnozco que ahora, desde que cumplí 70 años, es como si me hubiera saltado un click y empiezo a pensar en ella. Y sobre todo me impresionó mucho la muerte hace ahora un año de un amigo del alma: José Ramón Pérez Nieto. Me tocó muy cerca.

—Dicen que los creyentes mueren con más paz.

—Hay quien dice de una manera muy cínica que es mejor creer porque, si hay algo estás en ello y si no hay nada, no pierdes nada.

—¿Dónde se sitúa usted?

—Yo no soy antirreligioso y tampoco me definiría como ateo. Ese es un gran misterio que yo, como tantos otros, no he sido capaz de resolver ni creo que vaya a resolverlo nunca. Así que, llegado el momento, me sitúo con los estoicistas.

—¿A qué le tiene miedo?

—Puedo decir sin jactancia que no soy persona miedosa ni presionado por algún miedo que me pudiera sobrevenir. En tal caso me daría miedo el sufrimiento de las personas que me son más próximas.

—¿Qué tal cocina?

—No puedo presumir de eso, pero también sin jactancia me gustaría que quedara constancia de que tengo una especialidad; hay un plato que bordo, que es el melón con jamón.

—Ja, ja. Supongo que aquí el secreto está en los ingredientes.

—Ustedes se ríen mucho, pero no es tan fácil como piensan. Hay muchos componentes y el secreto último del cocinero, en este caso, de mí.

—¿Y qué tal baila?

—Bien. Bailar siempre me ha gustado mucho. Juan Cruz dice que yo siempre llevo corbata pero que soy el primero en echarme a bailar cuando hay ocasión.

—Permítame una últia curiosidad: ¿Se compra usted la ropa?

—En eso, la que se ocupa es fundamentalmente mi mujer, que tiene mucho gusto y sabe cuáles son mis inclinaciones.

Y lo dejamos. Él se va por la rúa do Vilar y yo me quedo pensando en el tiempo que hacía que no oía hablar del melón con jamón.