Manuel, uno de los últimos niños de las minas de wolframio en Galicia

Pablo Varela Varela
Pablo Varela OURENSE / LA VOZ

GALICIA

Manuel Gómez, con una piedra del wolframio en la mano, en su vivienda en una aldea de Lobios
Manuel Gómez, con una piedra del wolframio en la mano, en su vivienda en una aldea de Lobios P. V.

«Estiven dous anos seguidos sen baixar da montaña», recuerda este ourensano, que trabajó en una explotación en la frontera lusa

27 jun 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Mientras el país se despertaba en ruinas de una pesadilla después de tres años de Guerra Civil, en Entrimo nacía Manuel. Llegó al mundo a pocos días de que terminase el conflicto y a los pocos meses, en septiembre, comenzó otro, con Alemania intentando comerse el mundo. Y a escasos kilómetros de su casa, la maquinaria de guerra nazi se sirvió del wolframio que había en la llamada mina das Sombras, próxima a la frontera con Portugal.

Manuel Gómez Silva, Regila para quienes lo conocen en Bubaces, donde habita, es posiblemente el superviviente más longevo de quienes trabajaron carretando el mineral en el yacimiento, encajado en el Xurés y ahora abandonado. Tiene 81 años y una memoria lúcida para explicar cómo fue aquella experiencia.

A los 14 años subió por primera vez y allí estuvo seis. «E estiven dous anos consecutivos sen baixar da montaña, porque alí había xente traballando e moita quedaba a comer e durmir», cuenta. Ganaba 1.000 pesetas al mes, un pequeño maná para un crío que se dio cuenta pronto de que su futuro, como el Balbino de Neira Vilas, pasaba por marcharse de su tierra.

En la mina, al ser menor, apenas estuvo cuatro veces. El riesgo estaba en los barrenos, aunque él recuerda, riendo, haber estado presente un día que prendían la mecha. «E estremecía a serra», cuenta. En su mano sostiene una piedra surcada por varios carriles ennegrecidos. El wolframio, siempre apreciado en tiempos de guerra, dio de comer a muchos vecinos de la comarca durante los años en los se transportaba el mineral a Vigo. Y aún con el adiós a las armas, Alemania siguió siendo el principal importador. Esa pequeña roca en la palma de la mano es el souvenir de entonces que le queda Manuel, que también guarda en su cartera una foto suya junto a una mula, cargada con sacos de hasta 25 kilos, llenos con lo que se extraía en las profundidades de la tierra.

P. V.

Las mujeres invisibles

«Alí había como unhas 15 ou 20 persoas entre dúas quendas, tanto para recoller a pedra como para machucalo, como me tocaba a min. E moita da xente que estaba empregada era de O Carballiño, como o encargado», dice. También había mujeres ayudando en el exterior del recinto, pero su presencia pasó desapercibida a los ojos de la historia, porque «non lles poñían unha vivenda e traballaban por conta súa». Si la mina eran las sombras, su cabeza es la luz. Manuel camina aprisa con su bastón en terreno llano y sigue subiendo la cuesta contigua a su casa para cuidar a diario a los animales de su galpón. Porque, en realidad, él se ha pasado gran parte de su vida escalándola para salir adelante.

Cuando apenas sobrepasaba los 20 años, se marchó a trabajar a Barcelona. «Eu quedei sen pais aos 9 anos. E o que sempre quixen facer foi voar. Alí estiven 42 anos, se mal non recordo», dice.

En el bullicio industrial que emergía en la Ciudad Condal, Manuel encontró su sitio sin perder de vista sus raíces. Desembarcó a orillas del Mediterráneo «porque na mina xa estaba canso e alí facía falta xente nas fábricas» y, a través de unos amigos de la comarca, empezó de cero. Pero cuando encontraba tiempo, volvía a su casa si había vacaciones.

La reconversión de la mina

Uno de los senderos que discurre en paralelo al río Vilameá está cortado a kilómetro y medio del acceso a la mina. Es un camino pedregoso y casi en ascenso constante, uno de los que empleaban los trabajadores cuando iban hacia el yacimiento. «Para subir igual che levaba hora e media. O de baixar, xa se facía máis lixeiriño», dice riendo Manuel.

Hace cosa de tres años regresó por última vez a la zona, con un todoterreno que conducía un vecino de Torneiros. Algunas cosas aún siguen allí, como una máquina de 200 kilos que ni el tiempo ni las incursiones ilegales lograron llevarse. «Houbo ferramentas que co paso dos anos acabaron ao outro lado, en Portugal. Pero moito me dá que esa pesaba demasiado para levala», bromea.

Esa ruta y la propia mina siguen estando en el punto de mira para su explotación turística en un futuro, y Manuel indica que una opción a explotar serían las rutas a caballo monte arriba. Sin embargo, advierte de que no sirve de nada pedirle a los jóvenes que se queden, como le pasó a él en el pasado, si no hay un tejido laboral estable: «A miña muller e eu estamos ben aquí, porque somos xubilados e é unha boa terra para descansar, pero non lle podes pedir á xente nova que se conforme con isto se non hai fábricas ou industria».