Santiago Rey Fernández-Latorre:  «Necesitamos pronto un Gobierno, una mayoría y altura de miras»

Santiago Rey Fernández-Latorre

GALICIA

César Quian

El presidente y editor de La Voz de Galicia señaló en su discurso en el premio Fernández Latorre que es «imprescindible» que los políticos digieran el mensaje de las últimas elecciones porque «el escenario no puede desmoronarse más»

16 oct 2019 . Actualizado a las 18:05 h.

Excelentísimo señor Presidente de la Xunta de Galicia 

Autoridades 

Querido Presidente del Padroado do Museo do Pobo Galego 

Queridos amigos: 

En esta cálida enumeración con que arranco mis palabras he dicho Galicia, he dicho Pobo Galego y ya he desvelado mi discurso. El discurso de mi corazón. Desde el inicio de los ya muy largos cincuenta años en que me debo a esta Casa, estas palabras han sido la esencia de mi trabajo, de mis preocupaciones y también de mi orgullo. Por eso hoy es un día grande para mí. 

Llegamos a la sesenta y una edición del Premio que lleva el nombre de mi abuelo, el fundador de La Voz de Galicia, con este laurel que significa reconocer el presente y el futuro de la institución que preserva la memoria, sí, pero sobre todo encarna el alma del pueblo de Galicia. 

Querido Justo, queridos membros do Padroado e directivos do Museo do Pobo Galego, é unha reconfortante ledicia tervos hoxe aquí e recoñecervos como o que sodes: coidadores da alma galega. Neste tempo de antagonismos, de loitas disgregadoras, de perdas de sentido e de referencias, ese oficio que vós tedes, vizoso e sereno ao mesmo tempo, é o exemplo máis prezado. 

Digo que es el ejemplo más valioso porque Galicia tiene en su ADN la identidad más enraizada, la personalidad más acusada, el territorio y la lengua más definidores. Y también los problemas más agudos. Y sin embargo, siendo una comunidad histórica tan marcada, no utiliza nada de ello para la confrontación. Más veces de las que exigiría la prudencia ha preferido conciliar que reclamar, esperar que exigir, dar que acaparar. Nuestro carácter está hecho para la convivencia, y así lo ofrecemos cada día al Reino de España. 

Este mismo acto es un ejemplo de convivencia. Quiero agradecer al presidente del Gobierno, en unos días tan complicados para él, su disposición hasta el último momento a estar hoy con nosotros. 

Finalmente, los graves acontecimientos en Cataluña, a los que tiene que hacer frente desde la primera línea, lo han impedido. Ahora mismo está manteniendo contactos con los líderes de la oposición para coordinar la legítima e inevitable respuesta del Estado a la violencia, el sabotaje y el vandalismo. El presidente me ha trasladado sus disculpas y su afecto. Y desde aquí quiero decirle que el afecto es mutuo. 

Como se puede ver en el periódico, y como hemos constatado en nuestras conversaciones privadas, no es necesario compartir todas las ideas para poder entendernos. Y reconocernos no solo respeto, sino la máxima consideración. Desde aquí le deseo todo el éxito en la defensa de España contra el independentismo. 

Cuando en 1882 mi abuelo Juan Fernández Latorre fundó La Voz de Galicia escribió en la primera página del primer número las razones por las que daba el paso. Leído hoy su editorial, como ya he dicho en alguna ocasión, no parece escrito hace 137 años, sino esta misma mañana. 

Lo que él propugnaba en aquella época acumula demasiada espera. Los grandes y nobles y desdeñados intereses de Galicia, como allí se decía, siguen sin ser atendidos. 

Si entonces se reclamaba el tren, que aún no había traspasado las montañas gallegas, hoy esperamos con demasiada paciencia el AVE, que ni siquiera es tal y ya acumula decenas de años de retraso.  Seguimos alejados por ferrocarril de Portugal, ese país hermano que hoy nos sirve de modelo. Nuestra comunicación con Asturias y todo el norte por autovía continúa al albur de la niebla. Y lo que es infinitamente peor: padecimos el desastre de Angrois y la curva y la seguridad permanecen como estaban. 

Si en aquel editorial se urgían avances de modernidad para nuestro mar y nuestro campo, hoy nos encontramos en la misma situación: con toda la riqueza, con todo el reconocimiento, con toda la experiencia y sin la iniciativa pública y privada que hace falta para que gran parte de Galicia no termine de vaciarse del todo. 

Si hace casi siglo y medio se pedía una ley que modificase y mejorase las condiciones de la propiedad en nuestros campos, hoy precisamos poner en valor las tierras abandonadas y hacer rentables nuestros bosques. 

Si entonces se abogaba por los valores de la educación, hoy necesitamos inversiones públicas y materia prima empresarial para detener la nueva ola de emigración juvenil. 

Y si entonces La Voz de Galicia nacía para defender la libertad, la democracia y hacer honor a su título, hoy, convertida desde esta esquina en el cuarto periódico de España en lectores, acomete los nuevos tiempos en la vanguardia de la comunicación. 

Nací encima de una rotativa y he hecho de mi profesión mi familia. He visto cómo se componían los titulares en las manos de los tipógrafos y trabajo hoy por servir a nuestra audiencia en Internet. Ha cambiado todo. Pero lo que no ha cambiado es nuestro título. Nuestra voz. Por eso asumimos ser siempre la conciencia crítica del poder. Es mi obligación y mi orgullo. Y es el amor incondicional a Galicia, tan egoísta como generoso, el que desencadena mis preocupaciones, innumerables en este tiempo en que la política se rige por el egoísmo y pierde a marchas forzadas la generosidad. 

Estamos a punto de iniciar una nueva campaña electoral, tras haber derrochado una llamada a las urnas. Los políticos no han sido capaces de digerir el mensaje que dieron los ciudadanos el 28 de abril, especialmente en lo que tuvo de censura a todos ellos, y ahora hace falta confiar en que sí entenderán y aplicarán el veredicto del 10 de noviembre. 

Resulta imprescindible que lo hagan, porque el escenario no puede desmoronarse más. Basta ver cómo aumentan cada día los signos de deterioro de la economía, impulsado por graves conflictos, como el Brexit o la política caótica de la presidencia de Estados Unidos, que, siendo globales, siempre tienen la peculiaridad de ser devastadores en ámbitos locales como el nuestro. 

Basta ver la amenaza que se cierne sobre grandes industrias del siglo XX, sin tiempo para adaptarse a las exigencias medioambientales del XXI, ni a que los pueblos que dependen de ellas maduren sus alternativas.

Basta ver la urgencia con que hay que plantearse la innovación, con todos los sectores productivos conminados a cambiar aceleradamente hacia la industria digital. Después de haber perdido tantos trenes desde la primera revolución industrial, este no espera, y fuera de él no hay viaje para las próximas generaciones. 

Y basta ver el insufrible desgaste a que nos somete el independentismo, esa corriente anacrónica que se ha convertido en un virus destructivo. Sabemos que por mucho que ataque a las instituciones de justicia de un país democrático no podrá manchar su imparcialidad ni sustraerse a su veredicto. 

Jamás conseguirá nada de lo que se propone, pero ya bastante tiene con desviar nuestra atención de los problemas reales. Para detener esa enfermedad también necesitamos pronto un Gobierno. Un Gobierno y una mayoría. Una mayoría y altura de miras. 

Sobran en la política española los endiosados que se niegan no ya a pactar, sino tan siquiera a hablar. Sobran los asaltos a los cielos. Sobran los que imponen y los que ignoran la palabra consenso. Sobran los que se manchan con la corrupción. Sobran los que quieren retroceder a las cavernas y los que propugnan el odio y la desobediencia civil. Sobran los que no creen en la igualdad de los ciudadanos y de los territorios, ni quieren reconocer los mismos derechos y las mismas esperanzas a todos, vivan en el Noroeste o en Levante. 

Lo decía nuestro primer editorial, a finales del siglo XIX: «No hay fuera de la democracia y de sus instituciones propias garantía de estabilidad para los pueblos y condiciones de dignidad para los individuos». Y lo escribí en mi libro Yo protesto: «Son estos tres defectos -ineptitud, deslealtad con los ciudadanos y bajeza partidista- los que han generado la brecha más enorme que se recuerda en democracia entre el poder y la población civil. La desconfianza es tan grande que difícilmente se podrá reparar si la sociedad se resigna». 

Y por eso, porque la sociedad no puede resignarse, es necesario inaugurar una nueva época. Una época en la que el protagonismo no sea de los políticos y sus repartos de poder, sino de los ciudadanos y sus problemas. 

Hace falta hablar de educación y de sanidad, de la protección de los autónomos, de iniciativa empresarial e innovación, de asegurar el Estado del bienestar y las pensiones, de estudios y nuevas profesiones, de recortar gastos superfluos en la Administración, en suntuosas moles vacías, en aparatos de propaganda. 

«Los gallegos actuales no podemos ser la generación que quede ante las futuras como la responsable de haberlo perdido casi todo». Lo escribí hace unos años y lo reitero ahora. Porque tengo ante mí la prueba de que cuando algo se hace con pasión todas las dificultades se superan. El Museo do Pobo Galego, que ya soñó en 1884 Emilia Pardo Bazán, y es realidad desde 1977, es la muestra de que lo valioso perdura. 

Gracias, querido Justo, a ti y a todos los que hacéis eterno nuestro patrimonio. Y gracias a todos ustedes, que, como yo, aman a Galicia y llevan o Pobo Galego en el corazón. 

Muchas gracias. 

He invitado al Presidente de la Xunta a que me ayude a cerrar este acto con sus bienvenidas palabras.