Historias llenas de lucha, de voluntad inquebrantable, de sacrificios. De mujeres que inspiran. Son las propuestas de nuestros lectores para homenajear a las gallegas en su día.

L. Maya

Todos conocemos a alguna heroína. A alguna mujer que, en silencio, inspira, lucha. Que a pesar de todo, sale adelante. Hay súper madres, súper abuelas. Hay mujeres libres, fuertes, que no aceptan un no por respuesta. Son las que deben afrontar la vida solas; son las que cuidan de otros; las que, estando enfermas, siguen sacando sonrisas. Mujeres que intentan romper cada día ese techo de cristal y demostrarle a todos, incluso a ellas mismas, que sí, que pueden. Que todo, con ganas, se consigue; y que en eso, el género no cuenta.

Estas son algunas de sus historias: vidas de mujeres inspiradoras, propuestas por nuestros lectores.

Cortesía de Luis Vila

Carmela y María Luisa Vázquez, enólogas pioneras

Mujeres aguerridas y emprendedoras, Carmela y María Luisa Vázquez fueron, tal vez sin saberlo, pioneras en el mundo de los vinos. Basta con ver la fotografía de su generación en la Estación de Viticultura y Enología de Vilafranca del Penadés: dos mujeres entre 66 hombres.

Carmela y María Luisa llegaron a la enología por necesidad. Tras la muerte de su padre en 1942, quien se encargaba de la viña y elaboraba el vino, las hermanas Vázquez Fidalgo «cogieron el toro por los cuerno», se pusieron al hombro el negocio familiar y emprendieron un viaje desde A Quinza, en O Ribeiro, hasta Cataluña para aprender el arte de hacer vino. Sin embargo, tanto en las clases como en la vuelta a casa, las cosas no fueron fáciles. En un mundo de hombres, como era entonces la labor en los viñedos, que dos mujeres estuvieran al mando y quisieran innovar en técnicas de elaboración de vinos, no fue bienvenido. «Tuvieron dificultades, pero siguieron adelante», dice Luis, su sobrino nieto.

Feministas por naturaleza, «su condición de mujeres nunca las frenó. Había cosas que hacer y las hacían», agrega. Carmela, que vivió hasta el 2010, llevó las riendas del viñedo casi toda su vida. Luego fue adaptándose y empezó a trabajar con la cooperativa de O Ribeiro. En lugar de elaborar vinos, vendía las uvas. También tuvo ganado. Era, según su sobrino nieto, un «tsunami imparable».

OSCAR CELA

Laura Vallejo: «Todo es que tú quieras hacerlo y tengas las ganas»

Para Laura Vallejo -24 años, cabello pelirrojo, voz alegre- dejar de intentarlo no es una opción. Nacida en la localidad lucense de Meira, Vallejo es una de las pocas -si no la única- operadoras forestales de Galicia. Sí, operadora forestal, como repite cuando le preguntan qué hace una mujer manejando una procesadora o una autocargadora, «como si fuera cosa de otro mundo». Para ella, el mejor plan de domingo es llevar una motosierra en la mano y ser capaz de conducir una de las enormes máquinas forestales. Le apasiona.

Su afán por manejar esas grandes máquinas comenzó hace dos años. La primera procesadora a la que subió, recuerda, fue una Timberjack 1470. El armatoste verde metálico, con seis ruedas tamaño tractor, imponía respeto. Ella estaba asustada, pero con la práctica, ese miedo por lo desconocido se fue volviendo satisfacción. «Verme capaz de poder arreglarla o de trabajar con una máquina tan grande es…Te acabas enamorando», dice.

«No me digas que no puedo hacerlo»

Aunque ahora la reconocen y es una referente para las mujeres que quieran formar parte del sector, el proceso para hacerse un hueco no ha sido fácil. A los días de trabajo entre el barro, el frío o bajo la lluvia, a cientos de kilómetros de casa, se suma la negativa de su familia. Siendo mujer y joven no veían con buenos ojos que se dedicara a un trabajo peligroso y duro. Ese cuestionamiento, que vive también en los pueblos que visita, es para Vallejo la parte más difícil de su trabajo. «Si miro atrás debo decir que no ha sido fácil llegar hasta aquí, luchar contra las ideas de esta sociedad es duro. ¡No me digas que no puedo hacerlo!», publicó en su cuenta de Instagram el pasado noviembre junto a una foto con su motosierra. Tirar la toalla no es para ella una opción y alienta a las demás mujeres a que «sean lo que quieran ser». A hacer oídos sordos. A luchar.

«Me tengo que demostrar a mí misma que voy a ser capaz. No puedo dejar que esos pequeños bajones me hagan tirar todo lo que he hecho poco a poco», dice convencida de que, como en todo, en su profesión el género no importa en absoluto.

Lucía Rodríguez Carballo, «siempre con una sonrisa»

Mujer de campo, dedicada a sacar adelante a su familia, la vida de Lucía Rodríguez dio un vuelco el 14 de septiembre de 2013. Ya no pudo levantarse. Su cuerpo se paralizó. Dejó de respirar por sus propios medios. Estuvo en un coma inducido. Tenía 57 años y le diagnosticaron el síndrome de Guillain-Barré, una enfermedad neurológica rara, autoinmune, que ataca al sistema nervioso e impide mover brazos y piernas. Pasó más de un año. Pudo salir del hospital. Agradece vivir.

 Aunque ahora depende de una silla de ruedas para trasladarse, los pequeños logros -como ser capaz de llevarse el tenedor a la boca- le dan ánimo y ella no pierde la esperanza de volver a caminar.

Era Lucía quien recibía a las enfermeras contando chistes, intentando hacer su ingreso más ameno. Es ahora quien da gracias cada vez que vive un día más para ver salir el sol. Maneja el Whatsapp, se las arregla para ir a la feria, a la cabalgata de Reyes o para ponerse una peluca e ir al carnaval. «Ella está feliz de vivir y de contarlo», relata Begoña López, su única hija.

Antes de la enfermedad, Lucía Rodríguez ya era una luchadora. Madre soltera, pasó su vida sacrificándose por los demás, cuidando a su padre enfermo, trabajando para que su hija pudiera estudiar. Recogió castañas, plantó pinos, vendió terneros. Ahora no quiere ser una carga y se ido a una residencia para que Begoña pueda seguir con su vida. Su hija habla y desborda admiración: «Ha luchado mucho para salir adelante, siempre con una sonrisa», dice.

Miguel Villar

Carmen Cid: «Nunca pierde el que nunca se rinde»

Carmen Cid corre; se arrastra, pasa por debajo de una alambrada, trepa un muro; aguanta más de un kilómetro cargando 25 kilos sobre su espalda. Sigue corriendo. Se suspende en el aire. Los músculos trabajados se marcan en sus brazos; se deja las manos, la piel se desgarra. Vuelve a correr. Algunas veces llega a la meta; otras, se queda por el camino. Nunca se rinde.

Madre, profesora, deportista. Competidora por naturaleza. Si de algo sabe Cid es de sortear obstáculos. Ella es desde hace cinco años parte de la élite femenina de OCR (Obstacle Course Racing) en España y en el mundo. Un deporte duro, con el que pocas mujeres se animan, pero que según Cid, sirve para demostrar de qué son capaces. «Es un deporte que impresiona inicialmente porque es espectacular y parece que requiere mucha fuerza, pero es todo intentar superarse», dice Cid.

El amor por la actividad física y por los desafíos, sumado a su decisión de formar una familia, fueron los que la llevaron a inclinarse por las carreras de obstáculos. Con Mara -su primera hija- aún pequeña, competir en voleibol -un deporte que le suponía viajar todos los fines de semana, y en el que debía pedir tiempo muerto para ir al vestuario a amamantar a la pequeña- ya no era una opción. Por ello decidió dar un cambio: «Entendí que no se podía. Había decidido tener una familia para vivir cosas con ellos», explica. Fue entonces cuando, buscando un reto, ella y su marido convencieron a unos amigos de correr una Spartan Race. Así se convertían las carreras en parte de su vida. Ahora se turnan para entrenar en los ratos libres y buscan que en cada carrera en la que se inscriben haya también una para sus hijos. Que puedan así correr todos juntos. «Es más una fiesta que la competición», explica. 

Es caer, levantarse y volverlo a intentar: la perseverancia que lleva a los logros. En su caso, esa motivación por superarse a sí misma la llevó a obtener en 2018 el título de subcampeona del mundo en su categoría. «Lo que ofrecemos las mujeres deportistas, que todavía somos muy pocas, es visibilidad para mostrar que no es imposible», asegura Cid.

 

MONICA IRAGO

Nerea Ricoy: raño y escritura

Nerea Ricoy -31 años, sonrisa amplia- repite la frase y la hace suya. Se remanga, toma el raño y trabaja a la par de los hombres. Nacida en Vigo, el amor la llevó a mudarse a Illa de Arousa y a dejar el mundo de la estética para adentrarse en el mar y convertirse así en mariscadora.

El cambio, dice, fue grande y duro. Sobre todo al principio. Las opciones que le ofrecía Arousa no eran muchas: «O ibas al mar o ibas a una depuradora», cuenta. Se decidió entonces por embarcarse en un mundo desconocido, en el que sus compañeros de trabajo no le hablaban, en el que debía soportar lluvias, frío en invierno y calor intenso en verano. También mareos constantes. «Lo que más llamaba la atención era que yo no llevaba la caja -trabajo que generalmente realizan las mujeres seleccionando la almeja-, sino que llevara el raño, que fuese como ellos a trabajar», cuenta. Pero, pese a todo, ella fue haciéndose un hueco y los hombres se fueron adaptando. «Yo creo que todo es lo que te propongas. Que sea un trabajo de hombres no significa que solo lo pueda hacer un hombre. Una mujer también puede», dice Ricoy. En ese impulso de ir a más, en 2018 cumplió uno de sus sueños y ahora combina el marisqueo con la escritura. Caprichos de amor, una novela erótico-romántica situada en Arousa, es su primer libro y ya trabaja en el segundo de la trilogía. «No hay que tener miedo en la vida, hay que probar y tirar para adelante», asegura.

 

Martina Miser

Mercedes Álvarez: «Siempre se puede dar una vuelta de hoja»

Su fuerza de voluntad rompe barreras. Mercedes “Merche” Álvarez es lucha, constancia y fortaleza. Sufre una variable rara de Atrofia Muscular Espinal (AME), solo es capaz de mover sus ojos, de usar su voz, pero disfruta de cada momento, de cada logro, de compartir en familia y de ayudar a otros. Se aferra a la vida.

Todo comenzó hace cinco años, a sus 27, con calambres y hormigueos. La enfermedad fue avanzando hasta dejarla prácticamente paralizada. No era capaz de atarse los zapatos, abrocharse un botón o controlar sus movimientos. Ya no puede caminar y no existe tratamiento. Lo más difícil  no ha sido sin embargo la enfermedad, sino llegar a un diagnóstico. Fueron años de frustración, de ingresos constantes, de una operación de innecesaria. De sentir que nadie la escuchaba. «Me ingresaban, para descartar cosas. Eran 30, 40, 50 días y no sabían lo que tenía. Nada sonaba bien», dice Mercedes.

Saber a lo que se enfrentaba fue para ella un respiro. «El trayecto fue tan duro que me preparó. Ahora sé a qué me enfrento. Es adaptarse, aprender a convivir, medir la energía. Voy día a día», asegura Mercedes. El ponerle nombre y apellidos a su enfermedad le hizo ver también que no tenía a quién recurrir, que no había médicos ni fisioterapeutas especializados, que existían medicamentos pero no estaban disponibles. Así, con la idea de aportar luz, de acercar a las familias con atrofia muscular, fundó GaliciAME, una asociación sin ánimo de lucro que busca dar apoyo a los afectados por la enfermedad. Consiguió con ella poner de acuerdo al Parlamento para traer a Galicia un fármaco específico y abrir varias líneas de investigación en torno a la AME.

«Mientras hay vida hay esperanza», dice Mercedes, que se empeña en mantenerse activa, en ver la luz donde solo parece haber oscuridad. Ahora dice ser más feliz, disfruta de las pequeñas cosas, de la tranquilidad. «Con la enfermedad he aprendido a valorar lo que sí soy capaz de hacer», afirma. «Cuando te dicen no, a lo mejor es un quizá. Cuando te dicen que es imposible, que va a peor, a lo mejor sí, pero se puede dar una vuelta de hoja. El momento del diagnóstico fue durísimo, me decían que no había luz, que la esperanza de vida era corta, que no se podía hacer nada. Y llevo cinco años dando por saco».

Jorge Cazorla

Serafina, una madre que no se rinde

La viguesa Serafina, de 59 años, es para su hijo una heroína. Madre y luchadora desde su juventud, la vida le dio un golpe fuerte a los 30 años: siendo muy pequeño, su hijo Jorge sufrió una meningitis bacteriana que casi le quita la vida. Con la ayuda de los médicos, el pequeño logró salvarse, pero ese no sería el único desafío que se cruzaría en sus vidas. 

Profesor universitario desde hace cinco años, Jorge creció con una etiqueta: Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH). Desde pequeño había en él algo diferente: hacía cosas «malas». Las visitas al médico se volvieron constantes, al igual que las pruebas y los prejudicios sociales. El entorno se empeñaba en decirle a su madre que no lo estaba haciendo bien, que su hijo no lo estaba haciendo bien. Jorge no evolucionaba. Serafina no se rendía. «Seguramente había días en los que parecía que todo el esfuerzo realizado había desaparecido o se desvanecía, pero ella lo seguía intentado», cuenta. 

Con su esfuerzo y dedicación, Serafina logró romper con los pronósticos sobre el futuro de su hijo. El papel de su madre en su éxito ha sido para él fundamental. «No tiene títulos, pero cuenta con incontables horas, días, meses y años de experiencia en pedagogía y su forma de educar muestra kilos de paciencia y amor por los demás», agrega Jorge.