«El día que entré en un centro de menores, lloré. Todos lloramos»

María Cedrón REDACCIÓN

GALICIA

Vítor Mejuto

Un joven que estuvo primero en régimen cerrado y ahora en semiabierto, cuenta cómo es la vida dentro

29 ene 2019 . Actualizado a las 11:15 h.

El portón que da al aparcamiento del centro de menores Concepción Arenal, en A Coruña, emite ese sonido chirriante que producen las puertas metálicas. A la izquierda, en la entrada principal, un guardia de seguridad apunta los datos de las visitas. Dentro conviven chavales a los que un juez les ha impuesto medidas de internamiento en régimen cerrado con otros que están en régimen semiabierto, cuando pueden salir a estudiar o trabajar, y abierto, que son los que solo van a dormir. Hay plazas para 35 menores, chicos y chicas. Ahora están en un 80 % de ocupación.

Para algunos, los que cumplen medidas de régimen cerrado -en Galicia suponen un 1,4 % (10 en el 2017) del total- ese portal de metal es la frontera entre la libertad y un lugar que les brinda una oportunidad para reconducir su vida.

El día que David cruzó ese portón, lloró. Usa ese nombre ficticio para proteger su identidad y para sincerarse: «El día que entré, lloré. Todos lloramos. Cuando te encuentras solo en la habitación es cuando por fin te das cuenta de lo que has hecho. Te arrepientes. Yo me arrepentí».

Tras cruzar el portalón, estuvo tres meses en régimen cerrado. Ahora está en semiabierto. Los chicos y chicas que están en un centro de menores como este son constantemente evaluados. El mismo juez que dictó sentencia los va a ver periódicamente. Y puede modificar la medida aplicada conforme sea su evolución. Porque, como explica Iñaki Mariño, coordinador xeral de la Fundación Camiña Social, que también gestiona este centro dependiente de la Consellería de Política Social, «rla problemática de cada uno se trata de forma individualizada y multidisciplinar. Los que están en régimen cerrado tiene aquí profesores que pone la Consellería de Educación» y, como apunta el director del centro, Javier Álvarez, sus resultados escolares son buenos. «No hay absentismo escolar, tienen un régimen de vida ordenado, estructurado. No consumen al apartarlos del ambiente que podría empujarlos a ello, algo que estando fuera sería más complicado», dice.

Un joven que estuvo primero en régimen cerrado y ahora en semiabierto cuenta cómo es la vida en un centro de menores 

David no leía cuando llegó. «Ahora me gusta mucho. Estoy leyendo Momentos estelares de la humanidad. Y también soy capaz de hablar con la gente y saber qué decir», dice. Además de estudiar, va al taller de panadería y hace deporte fuera. «Me gusta cocinar y, de hecho, me gustaría dedicarme a la hostelería, cocinar», comenta. David habla desde el salón de Ortegal. Además de un cabo, es el nombre de uno de los tres hogares de desarrollo personal que hay en el centro. Cuando un chaval llega está en lo que llaman hogar de observación, un espacio en el que los educadores observan las necesidades que pueden tener para darles respuesta. Luego pasan a vivir a uno de los otros hogares.

La sala en la que está David, en Ortegal, recuerda un poco a la sala común de un internado. En la pared de zona de comedor está colgado el menú semanal. También hay turnos para ayudar a poner la mesa e indicaciones sobre la alimentación que pueden tomar algunos de los chicos. Porque aprender hábitos saludables forma parte también de esa labor de reeducación que marca la ley. Hasta aprenden cómo aprovechar el tiempo de ocio. Y nadie les quita la play. Tienen una libre de juegos violentos. David no juega mucho. Prefiere otras cosas: «Juegos de mesa, ver una película o charlar con los amigos o con algún educador». Porque algo que ha aprendido dentro es a dialogar.

El perfil del adolescente que comete un delito abarca todos los estratos sociales

Cuando se piensa en el perfil del adolescente que acaba en un centro de menores, hay que huir de los tópicos porque abarca todos los estratos sociales. «Hace dieciocho años -recuerda Iñaki Mariño- abundaban los casos de menores que procedían de familias con carencias o que venían de determinados barrios, ahora no. Ahora aquí hay críos de ambientes totalmente estructurados, de familias normalizadas donde no existe ningún tipo de carencia. Lo que ocurre es que esos menores han cometido un hecho punitivo con una consecuencia penal». Con las familias también se trabaja dentro de ese plan individualizado que se lleva a cabo en coordinación con la Fiscalía, el juzgado y la Xunta.

No toleran la frustración

Lo que también ha variado, producto quizá de un paulatino cambio social, son los delitos que cometen. Más allá de los de hurto, robo o lesón, los relacionados con la violencia doméstica están a la orden del día. Aunque no hay ningún estudio que detalle las razones de la irrupción de los casos de violencia familiar, es verdad que los menores están cada vez menos acostumbrados a afrontar la frustración. ¿Por qué? Puede que porque «los padres están menos con sus hijos, los chavales no tienen unas normas claras porque sus padres son más permisivos. Quieren todo ya, de una forma inmediata...», cuentan Javier e Iñaki.

En el centro una de las cosas que aprenden es, precisamente, a tener unas normas. A ordenar su vida y, como cuenta David, a saber qué hacer cuando estas fuera. Cuando te pasa algo conoces a quién llamar o qué hacer. En definitiva, dejan de estar «despistados».