Charlín recurría en los juicios a un perfil de hombre inculto que tenía como objetivo quitarse importancia: «No soy ni el clan de mi familia»
10 ago 2018 . Actualizado a las 05:00 h.Hay siempre un bucle en las historias del narcotráfico, un viaje de ida y vuelta hacia el trastero de la memoria. El que parece rehabilitado, recae. El que parece jubilado, sigue trabajando. Los barcos vuelven a surcar los antiguos rumbos en el Atlántico cuando ya se habían consolidado otras rutas. Y los viejos narcos siguen con sus teléfonos pinchados, retrasando el relevo generacional. Hay uno de estos bucles que años después sorprende: la muerte de Esther Lago, la mujer de Laureano Oubiña, en accidente de tráfico. Su coche, según algún reportaje televisivo reciente, se habría empotrado contra la vieja carnicería donde las fuerzas de seguridad habían instalado el primitivo sistema con el que pincharon los teléfonos de los narcos, especialmente los terminales públicos de los bares, desde los que solían llamar a los colombianos para negociar los cargamentos. El teléfono público de una pequeña taberna de la parroquia de Lores, en Meaño, fue clave para la operación contra los Charlines previa al juicio de la Nécora. En este caso, los funcionarios que supervisaban las grabaciones estaban en una pequeña habitación en el ayuntamiento de Sanxenxo.
«Tengo un cliente para el atún blanco del norte», decía Manuel Charlín Gama, el patriarca, a un intermediario de un cartel colombiano, en una de esas conversaciones grabadas a finales de los ochenta, muy similares a las intervenidas en la actualidad, como si los narcos hubiesen agotado las metáforas. «Tenemos que discutir las condiciones del precio», le respondían desde la otra orilla del Atlántico. Entonces rondaba los sesenta años. Tenía 61 cuando en septiembre de 1993 tuvo que comparecer en la Casa de Campo de Madrid en el juicio de la operación Nécora, junto con otro medio centenar de procesados, entre los que estaba Laureano Oubiña, mucho más agresivo en sus respuestas a las preguntas del fiscal Javier Zaragoza, a quien le espetó que tenía ganas de verle «cara a cara». «Yo no tengo relación ninguna con droga ninguna», le dijo Oubiña al fiscal, con una enfática negación doble. Esther Lago, en su declaración, aportó el siguiente perfil de su marido: «No es un hombre de oficina».
Ahora Manuel Charlín tiene 85 años y, aunque recientemente declaró que vivía «muy bien de lo que me paga el Estado [una pensión cercana a los 2.000 euros]», la policía lo vuelve a relacionar con el tráfico de cocaína, a pesar de que es consciente de que se han acabado aquellos tiempos de impunidad que precedieron a la operación Nécora.
Su estrategia de quitarse importancia durante el juicio de la Nécora surtió efecto, junto con una instrucción imperfecta a la que la historia, al final, ha hecho justicia. La sentencia vino a decir que cuando Charlín aludía al atún blanco no tenía por qué estar refiriéndose a la cocaína, y esto le valió una cuestionada absolución que apenas le sirvió para estar una semana en libertad.
En aquel juicio advirtió que su memoria era frágil, que ni siquiera recordaba cuándo había abandonado la actividad del contrabando de tabaco. «Fechas de días no me pregunte, la cabeza no está para estas cosas», le decía al fiscal. «Yo no me dediqué al tráfico de drogas porque tenía mucho trabajo en mi actividad de fabricante de conservas», decía, en coherencia con lo del atún blanco del norte. El atún negro era el hachís.
Por no saber no sabía ni dónde estaban sus hijos Manuel y Melchor -este último también detenido en la operación iniciada el miércoles-, declarados entonces en rebeldía. «¿Cómo voy a saber de mis hijos si no vienen a verme?». Con esa misma actitud cínica, dijo: «Yo no me entero de la película, será por eso por lo que dicen que soy el patriarca».
Una persona «decorativa»
Charlín elaboró un relato victimista que incluía evidentes imperfecciones en su expresión, quizás para agudizar el perfil de persona inculta, a pesar de que siempre acudía a sus múltiples comparecencias judiciales con un periódico, que usaba para cubrirse el rostro cuando lo asediaban los fotógrafos. «Había que meterme en la cárcel [se refiere a la prisión provisional antes del juicio] porque yo era el salero para echarle la sal a todo este engromado (sic). Porque si no hay una persona decorativa que sea pequeña y fea...». Y añadió: «Hubo que meterme a mí en la cárcel para decir este es el jefe, este es el dueño, este es el clan. Pero el clan de qué, si no soy ni el clan de mi familia», declaró, aparentemente equiparando el significado de clan al de jefe.
También le interrogaron por el importante patrimonio inmobiliario que había acumulado su esposa Josefa. «¿Con qué dinero lo adquirió?», le preguntó el fiscal. «Cuando me casé, mi suegro, que era millonario porque tenía más de un millón [de pesetas], le prestó dinero, pero exigió que se hiciese separación de bienes».
El mismo cinismo que demostró cuando le interpelaron por el secuestro de Celestino Suances en un camión frigorífico, un caso por el que sí tuvo que ingresar en prisión. «Por retenerle ocho horas porque no pagaba una deuda a mi hermano me cayeron tres años. Y eso a pesar de que fui yo quien le abrió la puerta del frigorífico». Se reía cuando le pedían que explicara «la clave del diez» con la que daba los números de teléfono en sus conversaciones clandestinas. «Si malamente sé escribir, ¿cómo quiere que sepa de claves?».
En un momento de la declaración, el fiscal enumeró los motes con los que le conocían sus compañeros de organización. El Calvo, el Viejo... Y fue el único instante en el que Charlín se dio cierta importancia. «Lo de el Calvo me lo puso usted, porque la policía de Vilagarcía me llamaba el Pequeño, el Mal Vestido, y otros, el Hombre del Maletín».