Mario Conde, de todo, menos banquero

mercedes mora REDACCIÓN / LA VOZ

GALICIA

Encarnó como nadie el éxito en la España de los 80, rendida al pelotazo y a la «beatiful people»

12 abr 2016 . Actualizado a las 10:46 h.

Mario Conde (Tui, 1948) vuelve a nuestras vidas. El exbanquero está otra vez en los telediarios. Y otra vez por lo mismo. O casi. Primero ocupó portadas por haber arruinado Banesto con una gestión desastrosa. Y, cómo no, saqueado de paso el banco. Cuentan algunos que el dinero salía de allí a espuertas (en bolsas de deporte, precisan quienes lo vieron con sus propios ojos). Con destino desconocido. Y si te vi, no me acuerdo. Ahora está en los periódicos por haber intentado traerlo de vuelta. A la chita callando. Como se lo llevó.

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Pero antes de todo eso, antes de que todos pudieran ver a las claras quién era Mario Conde y cómo se las gastaba, protagonizó una de las carreras financieras más fulgurantes que se recuerdan. En aquella España -que ya no conocía ni la madre que la parió- de la beatiful people y del pelotazo, Conde fue el rey. Y a sus pies tuvo un montón de lacayos, que, llegado el momento, huyeron como conejos. Pero, esa es otra historia.

Siempre fue el más listo de la clase. Y, aun así, lo pillaron. Dos veces. No solo fue el número 1 de su promoción de Derecho en la Universidad de Deusto, sino que también sacó la nota más alta nunca alcanzada en una oposiciones a abogado del Estado. Y eso que dice que no se mataba a estudiar. Lo suyo era una «inteligencia angelical» cuenta el propio Conde que le dijeron en Deusto.

Y, de ahí, en pocos años, al estrellato. La gloria le llegó al de Tui en los ochenta. Tocó el cielo cuando consiguió convertirse en el banquero más joven de España. Había llegado a la entidad de la mano de Juan Abelló, empresario de estirpe con intereses en la industria farmacéutica. Los dos hicieron el negocio de su vida -todo un señor pelotazo- con la venta de Antibióticos a los italianos de Montedison. Se embolsaron la friolera de 58.000 millones de pesetas. De los de 1987.

El salto a Banesto

Y con ese dinero, decidieron dar el salto al, por aquel entonces, banco más asequible de la época: Banesto. Compraron acciones y se sentaron en el consejo. Luego vendría la opa hostil del Banco Bilbao sobre Banesto. Una maniobra que acabó en fiasco y que Conde siempre ha atribuido al entonces ministro de Economía, Carlos Solchaga. No los querían allí, dice siempre que tiene ocasión. Esa opa, sin embargo, supuso para el exbanquero el espaldarazo definitivo. En diciembre de 1987, Conde lograba su sueño: la presidencia de Banesto. El salvoconducto para codearse con las élites económicas y financieras del país. No había cumplido aún los 40.

Hecho aquello, se confeccionó un consejo a medida -como sus trajes- y le dio sillas a toda su guardia pretoriana: Arturo Romaní, Enrique Lasarte, Fernando Garro... Nombres que luego le acompañaría en el escándalo. Y hasta en la cárcel.

Aquellos fueron años de gloria. Conde, hombre de mar -la vela es una de sus grandes pasiones- se movía como pez en el agua en las altas esferas. Le gustaba el poder y se notaba que disfrutaba con él.

Buena planta -trajes y zapatos siempre impecables y escrupulosamente peinado-, gran formación, carisma... Y mucho dinero. Esos fueron los ingredientes que lo convirtieron en todo un icono económico de la época. En la imagen viva del éxito para una España en la que lo importante era triunfar. Y cuanto más rápido mejor.

«Honoris causa»

La guinda de aquella meteórica carrera llegaría en junio de 1993 con su nombramiento como honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid. Para entonces, Conde ya había puesto su manos sobre un buen puñado de medios de comunicación. Porque él era un líder mediático. Y la cobertura fue descomunal.

No faltó ni el Rey. Y en su discurso, titulado Sociedad civil y poder político, el brillante abogado del Estado apostó por «introducir [en el mercado], elementos éticos de solidaridad, que permitan una asignación razonable y equilibrada de la riqueza para integrar a los desintegrados». En su opinión, había que «integrar el razonamiento ético y el puramente económico». De cómo llevar un banco a la ruina en un tiempo récord o del blanqueo de capitales, nada dijo.

Aquel día le llovieron los elogios. Pero al de la «inteligencia angelical» le quedaba poco para poner un pie en el infierno. Sería apenas seis meses después. La bomba le estalló en las manos a media mañana del 28 de diciembre de 1993. Era el día de los Inocentes. Pero aquello nada tenía de broma. La cotización de la entidad caía a plomo en la Bolsa, y los rumores de intervención, que llevaban semanas planeando en el ambiente, se volvieron atronadores.

Salvo milagro, aquello tenía toda la pinta de acabar mal. Y lo hizo. A primera hora de la tarde, los rumores se tornaron en noticia: el Banco de España intervenía Banesto, destituía a Conde y a todo su consejo y garantizaba todos los depósitos de la entidad.

Y, de un plumazo, toda aquella gloria de la que había disfrutado, acabó reducida a cenizas.

Él siempre mantuvo, y lo sigue haciendo, que todo fue un complot. Que se había convertido en una amenaza -sus aspiraciones políticas no eran ningún secreto- y que lo quitaron de en medio. Pero las cifras no mienten. Y su desastrosa gestión al frente de uno de los mayores bancos del país dejó un roto de los que hacen historia: 605.000 millones de pesetas (casi 3.800 millones). Aun así, todavía hay quien le compra esa historia de víctimas y verdugos.

De la gloria a la cárcel

Después vendría el periplo en los tribunales. En 1994 ingresó en prisión acusado de apropiación indebida, estafa de 7.000 millones de pesetas, falsedad documental y maquinación para alterar el precio de las cosas. La Audiencia Nacional lo condenó el 31 de marzo del 2001 a 10 años de cárcel por dos delitos de estafa y apropiación indebida y le obligó a devolver 7.200 millones de pesetas. Un año después, el Supremo no solo ratificó la pena, sino que la dobló, de 10 a 20 años de cárcel.

En el verano del 2008, logró la libertad condicional.

Desde entonces, Mario Conde se ha dedicado a la enseñanza. A mostrarnos a todos, desde las tertulias, cuál es la forma correcta de hacer las cosas. Por si a alguien le quedaba alguna duda de que no es para eso el más indicado, ya puede ir despejándola.