
























Fernández Castiñeiras solo levantó la mirada cuando intervino el abogado de la catedral
20 ene 2015 . Actualizado a las 05:00 h.Manuel Fernández Castiñeiras llegó pronto a Santiago. Estaba citado a las 9.30 horas, pero treinta minutos antes ya pululaba por las inmediaciones de los juzgados compostelanos. Helados por la gélida mañana, el ladrón confeso del Códice, su mujer y su hijo, ambos también acusados, se guarecían bajo unos soportales acompañados de su abogada, Carmen Ventoso. Parecían no querer enfrentarse ni al inminente juicio ni a las decenas de periodistas, cámaras y fotógrafos que les esperaban a la puerta del palacio de Justicia. Reunido el valor necesario, cogieron impulso, contuvieron el aire y echaron a andar hacia su inevitable cita con la Audiencia Provincial.
El grupo llegó caminando pausado y en silencio, con la mirada bien clavada en el suelo. Abriendo el paso, Fernández Castiñeiras y su letrada, que le llevaba de ganchete como para infundirle seguridad y ánimo. Detrás de ellos, la mujer y el hijo del ladrón del Códice, Manuela Remedios Nieto y Jesús Fernández Nieto. Ni una palabra salió de sus bocas. Cruzaron la puerta protegidos por un amplio dispositivo de seguridad y se encaminaron a la sala de vistas en la que pasarán buena parte de los próximos días.
Ya sentados, los tres acusados mantuvieron la misma actitud. El silencio era obligado, porque su turno para declarar no llegará hasta hoy, pero su inmovilidad llamaba poderosamente la atención. El ladrón del Códice se pasó las tres horas que se prolongó la primera jornada del juicio con la cabeza gacha. Por momentos, incluso cerró los ojos como si no viendo pudiese pensar que no estaba sentado en el banquillo de los acusados frente a un solemne tribunal y con una posible pena de entre 15 y 31 años de cárcel. Escuchó sin hacer un solo gesto como su letrada ponía de ilegal para arriba el procedimiento que instruyó el juez Vázquez Taín. Su cabeza no hizo ni un solo asentimiento, solo por momentos sus pies se movieron ligeramente, frotando punta con punta con contenido pero evidente nerviosismo.
Así de ajeno a todo estuvo durante horas Fernández Castiñeiras, que solo alzó una vez la mirada. Fue al inicio de la intervención del abogado de la acusación particular, que ejerce la catedral compostelana, que al acusado parece infundirle una mezcla de odio y respeto. El interés fue breve. En cuanto vio que su intervención era solo técnica y para defender la labor del juez Taín volvió a esconder la mirada en el suelo y así estuvo hasta que el presidente del tribunal, Ángel Pantín, declaró el fin de la sesión.
Con el mismo y llamativo estatismo permaneció el hijo del exelectricista de la catedral, que no hizo un gesto ni para acomodarse. Y eso que la silla del banquillo de los acusados es doblemente incómoda. Primero, por dura y, segundo, porque ocuparla activa el nervio hasta al más tranquilo de los mortales. La esposa del ladrón del Códice también se mostró cabizbaja y decaída, pero al menos alzó por momentos la vista y parecía mostrar una mínima curiosidad por el devenir del juicio.
Rondaban las 13 horas cuando el mal trago llegó a su fin para los tres acusados. Tardaron en salir del juzgado. El hijo se adelantó para ir a buscar el coche y el ladrón del Códice volvió a aparecer agarrado del brazo de su abogada, que le abría paso rodeados de cámaras y de un silencio que solo se rompió al cerrarse la puerta de un antiguo Citroën BX azul marino a cuyo volante iba el hijo. Se fueron, pero hoy volverán para, esta vez sí, romper su silencio ante el tribunal.