Alguien ha avisado a alguien

Pablo González
pablo gonzález REDACCIÓN / LA VOZ

GALICIA

Crónica del aviso nunca atendido del accidente ferroviario de Angrois

26 ene 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

A veces es más inquietante saber, aparentemente conocer las entrañas de las cosas, que vivir en una nube de plácida ignorancia ¿Qué clase de organizaciones son las que controlan la seguridad de nuestros trenes, seguros a pesar de todo? ¿Quizás directivos acomodados que solo saben de lo que hacen y les importa un comino lo que sucede a su lado, en las paredes contiguas o incluso en su propia bandeja de entrada del correo? ¿Cuál es el concepto de seguridad que tienen? Tras el informe ignorado del jefe de maquinistas de Ourense sobre la peligrosidad de la curva de Angrois nos duele intuir que Renfe es una macroempresa dividida en compartimentos estancos, donde los canales reglamentarios están por encima de la importancia objetiva de un aviso de riesgo trágicamente cumplido.

Parafraseando al genial Gila, aunque el asunto no da para risas, «alguien ha avisado a alguien». Pero unos no leyeron el informe, otros se quedaron impasibles afirmando que no se siguió el canal previsto y los hay que asumen que por mucha razón que tuviera a la larga -qué horrible es acertar: hubo 79 muertes- la señalización era la reglamentaria. Tan reglamentaria que apenas unos días después del accidente fue cambiada sin temor alguno a romper las tablas de la ley.

Sí, alguien ha avisado a alguien y ese alguien a otros más. El correo electrónico con la advertencia adjunta se paseó por los ordenadores de nueve cargos, todos con acceso a los canales reglamentarios de seguridad, unos más que otros. Pero ninguno los usó para amplificar la alerta. Hubo quien no lo leyó porque le llegó de forma «extemporánea» ¡un día antes de la reunión! Parece que hay empresas donde algunos ritmos son aún de mediados del siglo XX.

Pero volvamos a lo que es una empresa de transporte del siglo XXI. Se supone que lo fundamental es la seguridad. Todos los departamentos deben estar orientados a ella. Si no es así, estas empresas serían fantasmagóricos entes sin viajeros. Por tanto, ¿qué sentido tienen los canales reglamentarios utilizados como placebo? ¿Que el resto de los departamentos se relajen porque la seguridad no va con ellos? ¿No sería mejor propiciar que los avisos de riesgo transpiren por todos los poros de la empresa para que finalmente lleguen al departamento adecuado? Me temo que aquí está el problema. Los poros no transpiran, los reflejos son lentos y los cargos, acomodaticios. Todos a una: ¡Lo importante es el reglamento!

Esta dejadez evidente en algunos niveles de la empresa, crudamente revelada en el informe sobre el aviso de Angrois que Renfe entregó en el juzgado, se zanja con una acusación tan sutil como cruel. Recuerdan que el jefe de maquinistas denunciante era vocal de una de esas comisiones de seguridad reglamentarias, y le recriminan que no llevara a ese foro su informe. Esto es lo que le transmiten al juez: matemos al mensajero que no siguió el cauce previsto, con todos los efectos secundarios que ello acarrea. El próximo valiente que vea un peligro en ciernes se convertirá en un ser amedrentado por la organización. Probablemente su informe termine en la papelera de su ordenador para no complicarse la vida. En vez de enmendar el error, se siembra la semilla de errores futuros. En cambio, no muestran reproche alguno por los altos cargos que no utilizaron ese cauce, en quienes el jefe de maquinistas depositaba la esperanza de que su queja se tramitara.

La investigación de Renfe sobre la advertencia de José Ramón Iglesias Mazaira es un meditado ejercicio para mantener la reputación de la organización y los cómodos privilegios de su clase dirigente y, de paso, intentar blindarse ante un juez audaz. Correos reveladores que se adjuntan y no aparecen, declaraciones firmadas de personas diferentes que son sorprendentemente similares, un intenso esfuerzo no orientado a saber la verdad, sino inclinado a esconder los errores amparándose en una cuestionable interpretación de las normas. Los reglamentos deben adaptarse a nuestras vidas azarosas, y en cualquier caso, nunca sustituyen a la determinación de quien, con buena fe, se resiste a que las normas le pongan una venda en los ojos. Alguien ha avisado a alguien. Y en eso nos hemos quedado. En la España de la que hablaba Gila.