Galicia necesita esperanza

Santiago Rey Fernández-Latorre

GALICIA

Discurso del presidente de La Voz de Galicia

22 nov 2013 . Actualizado a las 12:10 h.

Dende hai cincuenta anos, persoalmente entreguei todos os premios Fernández-Latorre. Todos. Non así. E hoxe gustaríame moito estar ben, estar moi ben, estar mellor que nunca, sobre todo despois do marabilloso discurso de Víctor, e despois de recibir aquí hoxe, con moita bondade, o esforzo que fai o presidente da Xunta e os seus conselleiros para acudir, nun día en que caen chuzos, a un acto como este. Espero y deseo que el resto de mis palabras sean entendidas como obligación de un editor, de un editor que es libre, que es único dueño de esta casa y que lleva desempeñando esta función más, mucho más, de cincuenta años

Señor presidente da Xunta de Galicia, membros do consello de administración de Editorial Galaxia, autoridades, señoras e señores: nada hai máis grato para min, e tampouco máis emocionante, que subir hoxe aquí, na entrega do Premio Fernández Latorre, na súa edición cincuenta e cinco, a render homenaxe a Galicia. Si, a Galicia. Porque diso se fala cando se fala de Galaxia. Fálase dese sentido bo do gran galeguismo, que naceu como un raio de esperanza o vintecinco de xullo de mil novecentos cincuenta, e segue hoxe, sesenta e tres anos despois, espallando a mesma luz e procurando o mesmo anceio.

E non podo falar de Galaxia, do universo de Galicia, sen botar de menos aquí, agora mesmo, ao seu presidente Benxamín Casal, mestre e exemplo tan necesario na entrega e no amor á causa nobre, que non necesita máis armas que o espírito e a palabra para mover ao convencemento. Que se afianza nos ideais e no consenso, en troques da confrontación e o sectarismo que outros tanto practican e practicaron.

Teño ben gravadas as últimas palabras que nos demos, cando lle anunciei, antes que a ninguén, o fallo do xurado que outorga este recoñecemento. Benxamín respostou cos únicos adxectivos que sabía utilizar: os do agradecemento, os da humildade e os da esperanza teimosa. O meu homenaxe a el e á súa viúva, muller exemplar.

Dijo Benxamín Casal en su última entrevista en La Voz de Galicia que la gente de Galaxia se siente especialmente reconocida porque este es un premio de la sociedad civil a la sociedad civil; de un proyecto de país a un proyecto de país.

Así es. En los impulsores de Galaxia ardió siempre ese mismo fuego de servicio, lejos de cualquier bandería y cerca de los altos valores de la cultura y de la personalidad auténtica de nuestra tierra. Muchos de ellos fueron y son a la vez gentes de Galaxia y gentes de La Voz de Galicia.

Recuerdo a Ramón Piñeiro, que tomó casi en solitario el titánico papel de traspasar la antorcha del mejor galleguismo a las generaciones nacidas na Longa Noite de Pedra. Recuerdo a Francisco Fernández del Riego, colaborador senlleiro de esta casa hasta sus últimos días, trabajador silencioso levantando y afianzando cimientos. Recuerdo a Ricardo Carballo Calero, serio y utópico innovador que tuvo siempre las páginas del periódico abiertas a sus polémicos debates. Recuerdo a Marino Dónega, tan cercano a mí, compañero y maestro en tantos ideales de amor a Galicia. Recuerdo a nuestro Domingo García-Sabell, humanista, intelectual y filósofo descubriéndonos a nosotros mismos con sus sabios artículos en La Voz, dende a mesma trincheira diaria.

Y recuerdo con toda la emoción del amigo entrañable a Carlos Casares, la gran referencia de los columnistas de este periódico todavía hoy, once años después de aquella columna que quedó solemnemente en blanco el único día que no pudo entregarla para su publicación: el de su fallecimiento, el 9 de marzo del 2002.

Pero la obra de Galaxia, como la de este periódico, trasciende la cortedad de nuestras vidas. Y hoy, como el siguiente eslabón de aquellos impulsores, tengo conmigo, tenemos con nosotros, a Víctor Fernández Freixanes, continuador, renovador, creador y actor. Gracias, Víctor. Tú vuelves a demostrar que el proyecto galleguista que hoy reconocemos aquí y el de servicio a Galicia de esta casa han estado y están siempre imbricados. Son distintos y son uno. Son independientes y están juntos. Porque se nutren de la mejor savia de esta tierra y participan de esa esperanza teimosa que cité al principio como apellido de Benxamín Casal.

Y desde esa esperanza teimosa quiero hablarles hoy.

Galicia necesita esperanza. Y necesita persistir en ella. Citarla y reclamarla. Porque nada puede ser más constructivo que la esperanza cuando todo alrededor va mal y hasta lo que es de simple justicia se nos niega.

Acabamos de verlo hace una semana con la sentencia que quiere poner fin -esperemos que no- a la historia de la desoladora catástrofe del Prestige. Los fallos de los tribunales no se discuten; se acatan. Y así haremos siempre los demócratas. Pero no es admisible que se pueda condenar a Galicia a ser a la vez víctima y culpable, cuando los verdaderos responsables ni siquiera sufrieron el banquillo. Es para quedarse anonadado tras el golpe más grande a nuestra dignidad y el augurio más temible de que en el futuro podemos ser de nuevo tierra quemada para cualquier vándalo que no tenga escrúpulos en destruir nuestro patrimonio.

Y anonadados nos dejan tantas destrucciones a las que nadie pone remedio. Basta ver lo que nos sucede cada año con los incendios forestales para constatar que, también en esto, el único papel que asumen los responsables es el de plañideras. Ni una sola medida efectiva mientras nuestra riqueza forestal se entrega a los únicos que le sacan provecho: los incendiarios. A los gallegos que amamos nuestra tierra nos queda únicamente sufragar cada año millones de euros en gastos de extinción y confiar en la suerte de los que dedican sus esfuerzos más peligrosos y agotadores a tratar de sofocar la desfeita.

Unos son incendiarios por acción; otros, por omisión. Quizá algún día estos últimos se contagien de verdad de esa esperanza teimosa que deseo para Galicia y den pasos reales para que nuestros montes vuelvan a ser nuestra casa y nuestro pan. Porque nadie destruye ni su casa ni su pan.

Aunque hoy esta frase puede parecer inexacta y retórica, puesto que traemos a la espalda años de pérdidas y de fracasos colectivos.

Desde que comenzó la infausta crisis, hemos visto cómo se despuebla el mundo del trabajo hasta llegar a cifras inasumibles en cualquier país civilizado, y hemos asistido asombrados a la desaparición paulatina de empresas que fueron referencia y símbolo de Galicia.

La larga lucha desencadenada para tratar de mantener en el país una estructura financiera propia y enraizada en la comunidad gallega, llega ahora a su última batalla, tras no pocas pérdidas en empleo y expectativas. La política de concentración impuesta por Bruselas y secundada despiadadamente por el Banco de España ha intentado debilitar uno de nuestros pilares. Cabe esperar ahora que, en la subasta final, quienes tengan en sus manos el futuro del banco aporten un compromiso real, sincero y eficiente con la sociedad que hizo crecer esta institución y, ante el asombro de todos, no la abandonó ni en los peores momentos. De la implicación en Galicia que tengan los nuevos propietarios dependerán en gran parte la capacidad de iniciativa y la lucha por la prosperidad de los gallegos.

Pero no es lo único que está en riesgo. Sectores productivos enteros, como el naval, que ha sido insignia de la innovación en Galicia, agonizan sin esperanza por la soga al cuello que le ha puesto la Unión Europea y por la falta de compromiso de quienes tienen la obligación de pelear contratos para mantener los centros en producción. Ni siquiera las promesas terminan de cuajar. También aquí hace falta la esperanza teimosa, el tesón y el trabajo para no darnos por rendidos.

Muchas otras empresas y entidades que teníamos como orgullo de Galicia han desaparecido o flaquean hoy, inmersas en suspensiones de pagos, unas veces víctimas de la drástica caída del consumo y la actividad económica, y otras -aún más lamentable- de la mala gestión, la ocultación y la imposición del más mezquino interés propio. No puede ser más desoladora la atroz situación en que se encuentran otrora grandes compañías que nos hacen retroceder en nuestra posición y nuestro crédito internacional.

O la que se vive con la indefendible usurpación en el mundo del fútbol de unos colores que son de todos y se han puesto al servicio espurio del lucro personal y del nepotismo. Un lucro que ha generado una enorme factura fallida de millones de euros, que algunos quieren saldar con la expeditiva forma de no pagarla.

No debiera quedar sin castigo quien no solo no atiende sus obligaciones como gestor, no solo insulta y amenaza, sino que pone en riesgo de desaparición a una entidad centenaria. No son los acreedores los responsables de haber llevado el bien de todos al abismo. Son los que se han aprovechado de él. Y la Justicia debe hacer pagar por ello.

Cierto es que cada vez parece más corriente ver cómo los que perpetran los mayores daños escabullen su responsabilidad e intentan salir indemnes.

Se observa en el mundo de los negocios con mal llamados empresarios que desvalijan compañías con miles de trabajadores y huyen con el botín a paraísos fiscales para volver a iniciar el ovillo del engaño.

Se observa en el mundo sindical, cuando algunos indeseables aprovechan los efectos de la crisis y la preocupación de los trabajadores para traicionar el principio de la solidaridad y del esfuerzo común y se lanzan a practicar la máxima de cuanto peor, mejor.

Y se observa cotidianamente en el mundo de la política, con los casos más aberrantes de corrupción, los ejemplos más infaustos de división y secesión y las notas más discordantes de ineptitud.

Haría falta cerrar los ojos y no abrirlos en mucho tiempo para dejar de ver que los grandes asuntos públicos se gestionan desde el interés electoral o de grupo, y no desde el interés del Estado. Asistimos al ahogamiento de las expectativas de los ciudadanos y de las empresas, mientras empeoran la sanidad, la educación y los servicios sociales, víctimas de drásticos recortes, en tanto persisten todos los desajustes, dispendios y privilegios del aparato administrativo.

Nadie parece dispuesto a afrontar la verdadera reforma de la Administración en España, por mucho que grandes expertos constitucionalistas, algunos en esta sala, vengan advirtiendo de que se acerca el colapso.

De hecho, ya se está produciendo en numerosos ámbitos. Desde la inanición de tantos ayuntamientos que deja inservible la Administración Local, al empacho populista de quienes se dedicaron a montar televisiones públicas para su solo beneficio. El caso de Valencia, que vivimos estos días, es una muestra más de un despilfarro colectivo que nos avergüenza como país.

Puede ser razonable que comunidades con cultura, lengua y personalidad propias, como Galicia, cuenten con una televisión de servicio público que tenga como misión preservar y difundir esos valores. Pero es injustificable que se las convierta en un agujero negro del presupuesto, absolutamente alejadas de su finalidad y sometidas a directrices políticas que muestran aversión a la pluralidad y al respetuoso debate de ideas.

No se sabe, tampoco, dónde han quedado esos conceptos -respeto e ideas- en el actual mundo parlamentario. Pocos ejemplos puede haber más decepcionantes que los que se dan en la Cámara gallega, donde han tomado asiento los insultos más arrabaleros y las actitudes menos constructivas. Cuando se denuncian desde este diario es habitual que se nos responda con más ataques y más insultos. Pero semejantes conductas no harán mella nunca en el espíritu sereno, racional y profundamente democrático que impregna la línea editorial que yo fijo en este periódico.

He dicho en otras ocasiones que no hacemos periodismo para que nos aplaudan. Ni para gustarle a nadie en particular. A nadie, salvo a los 600.000 lectores del periódico impreso y al millón y medio de usuarios únicos al mes de nuestra página web. Ellos esperan de nosotros información y criterio y a esos conceptos nos debemos, aunque aplicarlos lo más rectamente que sabemos y podemos nos genere con frecuencia desencuentros e incomprensiones. Abundan, lamentablemente, los ejemplos de medios teledirigidos que agonizan mientras tienden la mano al poder en busca de limosna y a cambio prometen inconfesables favores. No será nunca nuestro caso.

La Voz de Galicia se mantendrá siempre firme en su independencia. Y luchará por mantener y acrecentar su fortaleza. Como tantas otras empresas en estos tiempos de zozobra, ha tenido que someterse a sacrificios inevitables.

Los estamos superando.

Tengo que agradecer desde aquí a los trabajadores de esta casa el amor a nuestro oficio y su compromiso con la empresa, que han puesto por delante de sus legítimos intereses personales. Ellos, que participan como nadie de ese sentido de la esperanza tenaz, conocen mi promesa de que los esfuerzos a que nos vemos obligados hoy serán compensados tan pronto como me sea posible.

Me gustaría ponerlos de ejemplo de esa sociedad positiva que es capaz de afrontar las dificultades, por muy duras que sean; que es capaz de sobreponerse a quienes tratan de manipular y aprovecharse, y que se centra en dedicar sus esfuerzos no a la confrontación sino a la superación. Creo que ese es el sentimiento de la mayor parte de la población de Galicia, que sufre como nadie la crisis, pero sabe desde la cuna que hasta las más grandes dificultades se pueden vencer si se ponen por delante el trabajo y el empeño colectivo.

Lo vemos continuamente en las sanas reacciones de la sociedad gallega. Lo hemos palpado en los vecinos de Angrois, quizá el mejor símbolo de la Galicia entregada y solidaria.

Son estos ideales los que hoy homenajeamos aquí. Galaxia es ejemplo de trabajo, de empeño colectivo, de renovación y de esperanza. Ojalá su sentido del compromiso, su seriedad y su ética lleguen a contagiar a todos cuantos tienen la obligación de no defraudar a Galicia.

Os meus parabéns a toda a xente de Galaxia. E o meu agradecemento a todos vostedes.