«¿Pero cuánto falta para la curva?»

montse carneiro REDACCIÓN / LA VOZ

GALICIA

MONTSE CARNEIRO

El oficio y la amargura de los trabajadores y la confianza de los viajeros protagonizaron los viajes en los trenes que circularon por Angrois después del accidente

29 jul 2013 . Actualizado a las 17:31 h.

Entre este Alvia híbrido que cruza la Meseta a 240 kilómetros por hora y las locomotoras de vapor que resoplaban por las montañas de A Gudiña en trazados tan encaracolados que los ferroviarios se bajaban de la máquina, para echarle humor, subían a pie monte a través y aún llegaban a tiempo para incorporarse al convoy, apenas han transcurrido cuarenta años. Lo recordaba un trabajador de la línea Ferrol-Madrid, para el que aquellos trenes tenían «otra cosa», como esta estación de Puebla de Sanabria por la que pasamos ahora, «de las de antes», un edificio con sillares de piedra y tejado de pizarra a varias aguas que en invierno se cubre de nieve y «todo -afirma otro ferroviario- parece los Alpes». En Puebla sigue a pie de vía el establo de tres niveles donde a comienzos de verano se apeaba el ganado hacia los pastos frescos del norte, y todavía hay quien da las señas de algún carrilano que sobrevivió a la silicosis.

La línea Zamora-Ourense está cargada de épica y túneles. Cientos de peones los construyeron en los años cincuenta sin más tecnología que el pico y la pala. Muchos enfermaron. Lo llamaban «o mal da vía». Años después descubrieron que los carrilanos que vivían lejos del tajo resistían mejor que los que tenían la casa en las cercanías, porque las largas caminatas de regreso permitían ventilar los pulmones y liberar el polvo de sílice inhalado.

Maquinistas y fogoneros

A bordo de uno de los primeros Alvia que circularon por la curva de Angrois donde descarriló el convoy de Francisco Garzón el 24 de julio iba un grupo de periodistas. Volvían de un viaje de cinco días en el Al Andalus, un tren histórico de Renfe reconvertido en hotel rodante para fines turísticos. Y hablaban de la línea, del ancho de vía internacional que en España se estrenó improvisadamente porque urgía terminar el AVE a Sevilla para la Expo 92, o de la solución de los trenes híbridos, «típica de un país pobre, y solo operativa en la línea a Galicia, pero al fin y al cabo una solución y, hay que reconocerlo, bastante buena». También de los maquinistas, hombres con fama de estrictos, meticulosos y severos con el reglamento, aunque liberados ya de la gravedad y el rigor físico que exigían las viejas máquinas de vapor, cuando cualquier dúo maquinista-fogonero tenía su locomotora, de la que conocían cualquier silbido, cualquier resuello fuera de compás y a la que amaban como nadie.

En el vagón cafetería, la tragedia de Compostela rondaba por los huecos, pero la confianza de los viajeros era total. «Tenemos los mejores trenes de Europa, y los más seguros. En Holanda yo he visto vagones de madera en estaciones, eso sí, diseñadas por Calatrava», apuntaba Elvira Sanz, de regreso a Madrid con su hermana y dos amigas después de hacer el Camino. Más afectada, Rosa Bañuelos compartía la experiencia de su hija, una policía científica que la víspera del 25 viajó de A Coruña a Santiago para ver los fuegos y pasó las 24 horas siguientes identificando cadáveres. «Dice que nunca olvidará el timbre incesante de los móviles que sonaban desde dentro de los sudarios que iban llegando con los cadáveres y sus pertenencias. Ella dice que está bien, pero nunca sabes».

O Carlos Martínez, un madrileño que desde hace medio año se sube al Alvia al menos cuatro veces al mes para entregar o recoger a su bebé en el domicilio de su exmujer y que llegó a comprar dos billetes para el tren accidentado. Los canceló para asistir al funeral de un tío suyo, «un amante de los trenes capaz de responder sin equivocarse a preguntas insospechadas como, imagínate, el modelo de locomotora que circulaba por tal sitio de la India en 1883. Él, mi hermano, le salvó la vida a mi hijo y a mi nieto», explica emocionada la madre en el andén de la estación de Chamartín. Seis horas y 600 kilómetros antes, en A Coruña, una conversación entre su hijo y el interventor de turno desveló el temor que sintieron muchos viajeros habituales por si sus conocidos se encontraban entre las víctimas del accidente. También su discreción y el extraño apego que se crea en los trenes.

-Me alegro mucho de verlo. No sabía...

-Lo mismo digo yo. ¿Hoy no vienes con tu hijo?

-No, hoy no toca.

Colas para cargar el móvil

Los amantes o no tan amantes del tren seguirán viajando, aunque en estos Alvia haya que hacer cola en los baños para cargar el móvil, a veces falle el aire acondicionado, la catenaria se averíe y el retraso supere la hora. Alberto Poutellier viaja a Galicia cada quince días para ver a su novia Adriana, compra billetes por 19 euros y el viaje ya no se le hace largo, ni con retraso.

«El avión es elitista. El tren siempre ha sido de los viajeros del pueblo llano, de las familias, de las 18 horas para llegar de Córdoba a Barcelona, de las amistades. En el tren se hacen amigos. Es el medio más social. Y el más seguro. Y de momento, público. El día que deje de serlo, ese sí, tendremos un problema de verdad». Es el canto de un ferroviario, hijo y nieto de ferroviarios, que rompió el hermetismo en el que se han sumido sus compañeros después del accidente, tristes e irritados por el juicio público al maquinista, los errores de los medios informativos y los dedos acusadores de los presidentes de Renfe y ADIF. «Aquí la culpa siempre ha sido de los maquinistas y solo de los maquinistas», afirma con amargura.

Aunque los viajeros ya no se puedan subir en marcha, la alta velocidad mantiene la escala humana. Viniendo de Madrid, en el tramo entre Ourense y Santiago, el Alvia supera Silleda y algunos viajeros empiezan a removerse en sus asientos y a mirar con frecuencia el panel que desde el fondo del vagón informa de la velocidad de la máquina: 200 kilómetros por hora. «¿Pero cuánto falta para la curva?», preguntan algunos al interventor con evidente tensión y la mirada clavada ya en el cuentakilómetros. Lo suficiente. En siete minutos circulamos a 20. Ya nadie pregunta nada. Solo miran por la ventanilla. Y hacen fotos.