«Empecé con la vuelta de un café y ya no dejé de jugar en tres años»

susana basterrechea REDACCIÓN / LA VOZ

GALICIA

Se gastó 100.000 euros en tragaperras y llegó a deberle 35.000 al banco

14 feb 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

La tenía ahí. Pagó su café con leche al camarero y con la vuelta decidió probar suerte en aquella máquina. «Me tocaron 120 euros. Así fue mi primera vez», cuenta David Fernández, un comercial vigués de 26 años. «Al día siguiente volví a probar y me tocó algo otra vez. Yo ganaba 900 euros trabajando en la empresa de mi familia y con las máquinas, en dos días, había logrado un tercio del sueldo», prosigue. ¿Tuvo suerte? Él no lo cree así: «Empecé con la vuelta de un café y ya no dejé de jugar durante tres años». Ahora lleva cuatro sin tocar una tragaperras.

Al principio, David lo tenía «todo controlado», pero pronto el juego lo tenía controlado a él. Se gastaba todo lo que ganaba: «Una vez, por variar, llegué a jugar 1.000 euros en una noche en Internet, y no me gasté más porque no tenía más dinero». Y, en su huida hacia adelante, empezó a mentir: «Sobre todo a mi madre. Al principio hasta te crees tus propias mentiras, es increíble». En una ocasión, cuenta, casi despidieron a unos empleados de la empresa de su padre por su culpa. «Necesitaba dinero a toda costa y el sueldo no me llegaba, así que vendí maquinaria que había en la empresa y que costaba mil y pico de euros por cincuenta. Acusaron del robo a otros trabajadores y yo no decía nada», afirma.

Cuando su padre enfermó de cáncer, él escapó del dolor jugando aún más. Cuando su padre murió, volvió a refugiarse en el juego. «El día del entierro de mi padre me fui a jugar a las tragaperras», recuerda. Dos meses después, huyó a Madrid. «Lo que le hice a mi madre fue tremendo. Le muere su marido y luego desaparezco yo», añade.

Durmiendo en un coche

En Madrid vivía en un coche y cambiaba de trabajo cada 15 días. «Pedía un adelanto y me lo daban. Al segundo que pedía ya me echaban, claro. Me daban la liquidación y me la gastaba toda en las tragaperras», explica. Hasta que conoció a una chica que lo convenció para volver a Vigo y rehabilitarse. Así entró por primera vez en la Asociación Gallega de Jugadores de Azar (Agaja). No funcionó: «Intenté dejarlo más por mi novia y mi familia que por mí. En el fondo yo no quería dejar de jugar». Y David volvió a las andadas. Pidió ayuda una segunda vez, pero tampoco era la definitiva. «Yo les decía que no tenía ningún problema, que eran ellos lo que estaban locos», recuerda. Regresó a Madrid y allí, tras un intento de suicidio, tocó fondo. «Fue al verme tirado, en un coche sin seguro, con una deuda con el banco de 35.000 euros. No tenía salida, no tenía futuro. O hacía algo por mí o acababa en una cuneta», asegura.

Puso rumbo a Galicia y acudió de nuevo a Agaja. A la tercera fue la vencida. Empezó el tratamiento en el verano del 2006. «Me daban solo cinco euros al día y tenía que justificar hasta el último céntimo. Eso te hace pensar si lo quieres dejar o no. Luego buscas por qué jugabas», afirma. «En mi caso fue un cúmulo de cosas. Una relación problemática cuando era muy jovencito, la muerte de mi padre... Me dio por el juego, pero pudieron ser el alcohol o las drogas», admite. En noviembre del 2007 lo declararon oficialmente rehabilitado. «Desde entonces no he vuelto a jugar. Eso sí, en los años que jugué pude gastarme 100.000 euros tranquilamente. Me lo jugué todo», apunta.

Nueva vida

Ahora, David, que ha llevado su experiencia a un libro, Diario de un ludópata (va por la segunda edición), tiene su trabajo de comercial de una empresa de congelados, una nueva novia con la que intenta abrir su propio negocio y un piso de 110.000 euros «para el que pedí una hipoteca de 150.000. Así pude devolver el dinero que debía al banco». «Pero no me puedo quejar», añade.

En cuanto a las tragaperras, el vigués lo tiene claro: «Tengo que aprender a convivir con ellas, porque están ahí y yo sé que no puedo ni echar veinte céntimos. El juego en sí no es malo, pero si las máquinas estuvieran solo en salones de juego, parte de la gente no se engancharía. Seguro».