Es lo que hicieron en Portomarín, donde únicamente dos de los restaurantes y bares del pueblo estaban abiertos el sábado. Después de que los peregrinos que habían pasado la noche allí abandonaran la villa, esta se volvió un desierto, un lugar fantasma en el que únicamente se oía el eco de la nada rebotando en las piedras numeradas de la iglesia románica de San Xoán. «Aquí, no verán veñen ao día por aí unhas 3.000 persoas», cuenta el dueño de la única tienda de recuerdos que está abierta. A su alrededor, se veía un cúmulo de verjas echadas.