Un gallego, testigo del escándalo Profumo

GALICIA

A los 18 años, José Luis Couceiro dejó su Betanzos natal para trabajar en una mansión de la aristocracia rural británica. Allí conoció a todos los involucrados en el caso que conmocionó la política del país

12 may 2008 . Actualizado a las 13:51 h.

Los zapatos llevaron por el camino de la emigración a José Luis Couceiro Vicos. Su tía Antonia Vicos fue una de las primeras mujeres gallegas en emigrar al Reino Unido: en 1945 comenzó a trabajar en la Embajada uruguaya en Londres. Un año después, entró como doncella al servicio de Stella Carcano y Morra, hija del embajador argentino, que preparaba su boda con lord Ednam y necesitaba personal para la mansión a la que habría de llamar su hogar; Stella buscaba preferentemente mujeres gallegas, lo mismo que su hermana menor, Ana Inés, quien con el tiempo también emparentaría con otra familia de la aristocracia británica, los Astor. Los paquetes que enviaba Antonia eran muy apreciados por sus sobrinos de Betanzos. La comida y la ropa, por motivos evidentes: José Luis frecuentaba los comedores de La Cocina Económica, regentada por las monjas del Hospital de San Antonio, y el del Auxilio Social, gestionado por Falange, y la única forma de aliviar el hambre era ir primero a uno y después a otro, sin que sus responsables se percatasen del doblete. Pero los juguetes también eran bien recibidos, para envidia de los hijos de los señoritos, que no entendían cómo aquellos niños pobres, que además cargaban con el estigma de rojos, se manejaban con réplicas de Colts 45 que chispeaban igual que los de verdad.

Con 8 años, José Luis recibió de Londres un par de zapatos con suela de goma virgen; nadie había visto calzado como aquel. Su madre se los guardó para que los estrenase un día de fiesta, pero el niño nunca llegó a ponerlos. Dos días después, su madre se los vendió a un vecino. José Luis comprendió que con aquel dinero la familia cubrió las necesidades de varias semanas, pero no podía evitar añorar «sus» zapatos cada vez que veía al vecino pasearlos. En ese momento, quizá de forma inconsciente, supo que tenía que desandar el camino por donde habían venido aquellos zapatos.

Covent Garden

Diez años después, con los 18 recién cumplidos, José Luis acude a Moss Bross, Covent Garden, donde se viste la aristocracia británica y encarga la vestimenta de su personal. Allí le toman las medidas para sus trajes de valet al servicio de lord Ednam, con sus zapatos negros de vestir a juego. Su tía Antonia ya no trabaja a su servicio, pero sí sus hermanos Carmen, que emigró en 1953, y Manolo, en 1957. Un cuarto hermano, Necho, llegaría después, en 1961. La jornada de José Luis en la mansión campestre de los Ednam en el condado de Buckinghamshire, Hundridge Manor, comenzaba por llevarle al lord el zumo y la prensa, y preguntarle qué deseaba desayunar. Por entonces, el matrimonio Ednam ya era una farsa -y eso que había sido Wedding Of the Year en 1946-, pero el lord se manejaba bien en español por haberse casado con una argentina. El problema para José Luis llegó en la cocina, donde todos hablaban inglés, idioma que el joven emigrante aún no dominaba; recurrió a la mímica para hacerse entender, imitación de cerdo -el lord había pedido panceta- incluida.

El betanceiro progresó pronto. Se entregó a sus tareas: limpiar la plata, sacar brillo a los dorados, que nada les faltase a sus señores en sus múltiples actividades sociales, fuese la caza del zorro, el cróquet o las interminables veladas de baraja hasta altas horas de la madrugada. José Luis comenzó a manejarse entre vinos de Borgoña y Alsacia, habanos Partagás y Por Larrañaga. Luego fue promocionado a mayordomo. Su inglés ya había mejorado: tenía consigo las novelas de Agatha Christie que devoraba en Betanzos y leía un párrafo en español y luego en inglés. Allí estaba él, en una mansión como aquellas en las que se había cometido un crimen; en Buckinghamshire no había asesinatos, pero sí ocurrieron otros acontecimientos.

Nobles y ministros

Por Hundridge Manor pasaba lo más granado de la sociedad británica, desde nobles a ministros del Gobierno, como el responsable de Defensa, John Profumo. Otros visitantes no tenían sangre azul, pero sí aspiraciones sociales, como el osteópata Stephen Ward, cuyo tacto y labia lo convertían en más que bienvenido en toda fiesta. Tampoco era ajeno el hecho de que se presentase acompañado de «chicas jóvenes y bien dispuestas a pasarlo bien y a hacerlo pasar bien a los demás», como recuerda José Luis. Una de estas chicas era la modelo Christine Keeler, cuya belleza fascinaba allá donde iba. Keeler visitó la mansión de lord Ednam en un par de ocasiones, pero la futura segunda lady Ednam, la actriz Maureen Swanson, prefirió ir sobre seguro y alejarla de Hundridge Manor.

Ward y Keeler también frecuentaban la mansión de los Astor, Cliveden, a tan solo cuatro millas, donde el primero residía en un cottage que formaba parte de las propiedades de los aristócratas. Una noche de 1961 que se bañaban desnudos en la piscina junto a otros invitados, la casualidad llevó a lord Astor y John Profumo, que habían salido a fumarse sus habanos después de una cena de gala, a acercarse, intrigados por aquel ruido. Si el atractivo de Christine Keeler ya era poderoso, el agua sobre la piel desnuda, reluciente a la luz de la luna, se le hizo irresistible a Profumo. Salió de la fiesta con su teléfono. La primera cita dio paso a una segunda y fructificó en una relación que se prolongó durante varias semanas. Lo que el ministro no sabía es que era uno de los vértices de un triángulo sexual en torno a Keeler. El segundo vértice lo ocupaba el propio Ward, que proseguía su ascenso social, encandilando a la aristocracia encaramado a su única posesión, un destartalado Jaguar D-Type, en el que paseaba a otras jóvenes, que, como Keeler, soñaban con acceder a aquel exclusivo mundo. José Luis recuerda haberle asistido a Ward, facilitándole a última hora un atuendo adecuado para asistir a alguna cena de gala en Hundridge Manor.

Más inquietante era el tercer vértice. Ward conocía al agregado naval de la embajada soviética en Londres, Eugene Ivanov, con quien se presentó en alguna ocasión en la mansión de los Ednam. El mayordomo betanceiro lo vio llegar a una cena, vestido con su uniforme de gala y compartir la sobremesa con los caballeros en el comedor; las damas se habían retirado al salón, de donde llegaban ecos de los discos de Bobby Darin y Frank Sinatra. En el comedor, circulaban los habanos enviados directamente desde Picadilly por Alfred Dunhill & Sons, pero Ivanov llevaba su propio tabaco. «El agregado naval ruso repartió unos cigarrillos soviéticos de filtro y de enorme longitud elaborado con tabaco de los Balcanes (todo era entonces la URSS) y con la figura de Yuri Gagarin, el primer astronauta soviético, y muy de moda entonces», rememora Couceiro. Eran tiempos de guerra fría.

Cuando se supo que el ministro de Defensa y un alto cargo soviético habían compartido amante, la carrera política de Profumo inició su rápido declive. Su error fue comparecer ante el Parlamento para asegurar que su relación con Keeler no había sido «inapropiada»: el sentido de la intimidad de los británicos podía hacer la vista gorda con respecto a un adulterio (Profumo se había casado en 1954 con la actriz Valerie Hobson), pero difícilmente podía perdonar que un ministro mintiese. Profumo dimitió y se retiró de la vida pública, dedicándose a obras de beneficencia. Falleció en marzo del 2006.

A Ward se le llevó a juicio para tratar de probar que las modelos que lo acompañaban eran en realidad prostitutas de quienes se beneficiaba económicamente. Falleció antes de que terminase el juicio por una sobredosis de somníferos. La versión oficial dictaminó que se había tratado de un suicidio, aunque no faltan voces que argumentan que Ward sabía demasiados secretos de personas muy importantes y que era mejor hacerle callar. Para siempre. Keeler, en cambio, salió mejor parada, a pesar de sus ocho meses en prisión. Sus aventuras inspiraron una película, Scandal, y en el 2001 publicó unas esperadas memorias. Pero mayor fue el impacto del retrato que le hizo Lewis Morley y que la elevaría a icono de la década de los sesenta; hasta disparó las ventas de la silla sobre la que la fotografiaron, diseñada por Arne Jacobsen (aunque el modelo utilizado era en realidad una copia).

Ecos del escándalo

A pesar de que el primer encuentro entre la modelo y el ministro fue en Cliveden, a la vecina Hundridge Manor también llegaron los ecos del escándalo. El tema fue muy comentado en los salones de los Ednam y durante varias semanas se multiplicaron las llamadas de los periodistas que llevaban las columnas de ecos de sociedad. Maureen Swanson ya se había convertido en la nueva Lady Ednam y las cosas habían comenzado a cambiar. Para José Luis, también.

La primera Lady Ednam nunca acabó de encajar del todo en las convenciones de la aristocracia rural. Su procedencia argentina la hacía demasiado latina: sus fiestas eran muy animadas y buscaba siempre el desahogo que le ofrecían Niza, Cannes o Montecarlo. Carmen, la hermana de José Luis, la acompañaba en aquellos viajes para asegurarse de que todo se ajustaba a la perfección que demandaba la aristócrata, lo que incluía tener siempre a punto sus exclusivos modelos de Dior y Balenciaga. Carmen se enamoró en Montecarlo y allí se asentó. José Luis siguió su ejemplo y cambió la moqueta y el lujoso mundo de Hundridge Manor por la dura realidad de ser electricista. Era tiempo de cambiar los zapatos de vestir por botas con aislante.

José Luis había aprendido mucho al servicio de los Ednam, pero el mundo de la aristocracia, tan cerrado, comenzaba a cansarle, y él anhelaba otros horizontes. Pero, principalmente, lo que deseaba era formar una familia. Resultaba difícil compaginar el servicio doméstico de una mansión en el campo como Hundridge Manor con las obligaciones paternas. Abandonar los algodones de los Ednam le obligó al pluriempleo, como a tantos otros emigrantes, pero José Luis también encontró otras satisfacciones, como su participación en el tejido asociativo de la emigración londinense y la fundación de su propia empresa. Y la familia llegó: el betanceiro encontró la pareja perfecta en una inglesa, Nadine, y ambos criaron tres hijos que en la actualidad siguen viviendo en la emigración. José Luis y Nadine se instalaron en Betanzos, en un chalé con vistas a la ría. Rodeado de sus fotos y libros de Allan Poe, Wells y Greene, José Luis reivindica la memoria y el trabajo de los emigrantes. Lo hace en zapatillas: el camino le ha devuelto a casa.