Tradición y sufrimiento con los días contados

GALICIA

Lavozdegalicia.es ha sido testigo de una matanza tradicional a degüello, una práctica prohibida desde el 8 de diciembre.

14 feb 2008 . Actualizado a las 23:10 h.

Se respira ambiente festivo. Es día de matanza. A Doña Rogelia, una cerda de 300 kilos y dos años de edad, le ha llegado su San Martiño. Familiares y algún que otro vecino acuden para echar una mano con el tajo a una de las casas gallegas en las que se «mata». Ya pasan de las tres de la tarde y el tiempo apremia.

Una retahíla de cuchillos finos y afiladísimos amenazan la integridad de la marrana que todavía está en la cochiquera. Llega el matachín. Sus hasta ahora criadores aseguran que le han tomado cariño, pero, en breve, la pasarán literalmente por el cuchillo y la piedra.

Comienza el drama. Atada por el hocico y como si intuyera lo que se le viene encima, Doña Rogelia se resiste a abandonar la cuadra y no es fácil convencer a un cocho de tal envergadura de que cambie de opinión. Los chillidos atraviesan los tímpanos de los presentes. Es el momento de mayor tensión. El buen hacer del matachín acaba en pocos segundos con la desesperación de la cerda que, todavía de pie, recibe una cuchillada rápida y certera en la carótida. Tras el estoque, la sangre inunda el lecho improvisado y corre favorecida por la pendiente mientras los espectadores lo felicitan por su puntería: «Eres bon, foi á primeira». Comentan las técnicas de sacrificio impuestas a partir del 8 de diciembre. La pistola perforadora sustituirá al cuchillo en la próxima matanza, aunque no las tienen todas consigo: «Se sempre se fixo así, por algo será». Contradicen la teoría de que una muerte relajada mejora la calidad de la carne. Todo lo contrario.

El matachín desaparece del lugar tan pronto como se lava las manos, sabedor de que tal actividad está considera como una infracción y, además, la presencia de una cámara le incomoda demasiado. Ahora, el trabajo queda en otras manos.

Primero con paja y luego a soplete, el fuego convierte el cuerpo de la cerda en una masa carbonizada, sin pelo y llena de ampollas que, a base de cuchillo y algo similar a una piedra Pómez, recobra poco a poco su aspecto rosado digno de mostrador de carnicería. El siguiente paso, vaciar las vísceras de Doña Rogelia, pero no sin antes «bautizar» su cuerpo con un chorro de güisqui -uno corriente porque el de reserva de 12 años se guarda para después de la faena-. Del cerdo se aprovecha todo, y aquí no iba a ser menos: Tripas, corazón, lengua... Los perros y gatos dan buena cuenta de lo que no irá a la despensa. El hígado pasa directamente de las entrañas a la cocina: Un buen adobo, varias horas al fuego de la bilbaína y al buche.

Mientras el fogón actúa, la marrana es transportada al interior del alpendre para colocarla en posición vertical con la ayuda de una pasteca y sujetada por los tendones de los cuartos traseros. Se hacen apuestas sobre su peso una vez despojada de las vísceras, pero la báscula romana da su veredicto inequívoco: 251 kilos. Los anfitriones están satisfechos. Es el momento de abrir la botella de güisqui del bueno, aunque sin excesos porque al día siguiente toca descuartizarla a primera hora de la mañana.

Con la noche bien entrada y el rabo de la cerda apuntando al techo, se especula con la próxima matanza. Sin duda, el año que viene, quizá el próximo, le darán matarile a otro gorrino. Para entonces, el cuchillo ya no será el co-protagonista de la fiesta, al menos en esta casa.