«Hay que ser solidarios con los hombres, no con los gusanos»

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CÉSAR QUIAN

Entrevista | José García Buitrón José García Buitrón se maravilla con el instante en que un órgano funciona en un cuerpo nuevo y salva una vida: lo ve en la cara del trasplantado

25 ene 2004 . Actualizado a las 06:00 h.

«El secreto de la vida es aprovecharla, hacer cosas distintas y diversificar, pero todos estamos marcados por nuestra personalidad, y yo soy un tío esencialmente optimista, tengo un grado de inconsciencia hacia lo negativo muy acusado, esa es mi patología». Una de ellas. Además de optimista y aventurero (sus travesías por el desierto son sonadas), García Buitrón acabó siendo justo lo que lo aterrorizaba de niño: un sacaúntos, el ogro infantil de mediados de los cincuenta, que él recuerda al hilo de las leyendas sobre ladrones de órganos. Lo de dedicarse a la medicina le viene de raza. -Mi padre y mis abuelos eran médicos en Toreno. Recuerdo a los mineros negros de carbón en aquel despacho blanco de azulejos blancos, y el olor de los alcoholes, la mercromina, la historia de un minero que había caído al foso y, según decían, le había quedado cabeza de pepino... que nos aterraba. Su profesión estaba cantada. No tanto el hallazgo en sus prácticas en el San Pablo de Barcelona y en «la excelencia» del Puerta de Hierro de Madrid: «La cirugía, hacer cosas con las manos, una sensación primitiva en el género humano que tiene que ver con la creación, la idea de ser autor. De hecho, los cirujanos tienen un perfil distinto al resto de médicos». García Buitrón llega a la «peligrosísima célula comunista» del Juan Canalejo en 1974 con otros profesionales muy formados, aguerridos y tan comprometidos con la medicina como con el cambio político y social, y en 1981 ponen en marcha la unidad de trasplantes. Hoy el hospital es uno de los cuatro centros de referencia en España. -Nos intercambiamos los órganos, ¿somos iguales? -¡No!, somos distintos por fuera y por dentro. Y hay correspondencia: viendo el físico de una persona podemos saber cómo es por dentro. -Hay quien no dona por si no está muerto del todo. -Sí, y justo a los donantes se les estudia mucho más la muerte que a los que no lo son, así que si alguien quiere estar seguro de su muerte, que done sus órganos. -¿Y por qué no donan? -Yo atravieso una etapa muy crítica y soy poco generoso con esa gente, son terriblemente egoístas, injustos: porque no donan, pero sí estan dispuestos a recibir. -¿Por razones morales? -Qué va, es miedo ancestral. «A mí que no me toquen a mi hijo», dice la madre. ¡Pero si está tocado de muerte! Tan tocado que hay que quitárselo de encima cuanto antes, que se descompone ya, que es insoportable. Es que sólo caben dos opciones, hay que ser solidario con los hombres, no con los gusanos. -¿Cuánto tarda un cadáver en descomponerse? -Minutos, en media hora lo abres y ya huele, ya sale gas. Hablando de cadáveres, a este médico le sale su verdadera pasión: extraer órganos, abrir la barriga de un muerto al que se mantiene artificalmente la respiración y ver toda esa poderosa maquinaria en funcionamiento (corazón, riñones, hígado, páncreas...). Extraen el órgano en cuestión, lo meten en una nevera de cámping y horas después lo trasplantan a un enfermo en estado terminal. -Es medio mágico. -Sí, sí, milagroso. El instante en que damos flujo sanguíneo a ese riñón, frío y blanquecino, y de pronto se pone a funcionar en el cuerpo del trasplantado... Es milagroso. Y ya sé que es una técnica, pero da igual, en ese momento nos miramos unos a otros en el quirófano con la misma cara. No te cuento la sensación del trasplantado.