Recuerdo de Tánger

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Vista de Tánger
Vista de Tánger Jalal Morchidi | EFE

10 oct 2025 . Actualizado a las 22:16 h.

Tánger es una de esas ciudades que debemos soñar mucho antes de visitar, aunque también podríamos dedicarnos a fantasear y dejar correr la idea de estar en algún lugar al que nunca perteneceremos, por el que pasaremos sin dejar ninguna huella más que la de ozono. Como en el amor, evitaremos el fracaso si al menos ellas, o ellos dejan rastro en nosotras.

El avión se deslizaba hacia las aguas del Estrecho mecido por el viento de Levante que construye locuras a dos manos, o a dos continentes, y yo pensaba en el flechazo, tan misterioso, y en esa tierra roja que se dibujaba contra el mar con atrevimiento, en esas carreteras rectas que parecían conducir a la eternidad ignorando la llamada de la otra orilla, la nuestra, la que llama al rezo de la abundancia cinco veces al día, como los muecines.

En Tánger las mezquitas lucen blancas y verdes, puede que amarillas, impolutas siempre como el césped de los jardines, tan cuidados como los del palacio de un sultán. La voluntad del estado está presente, supongo que enseñando lo mejor a las visitas que estaríamos más contentas si pudiésemos tomar una cerveza en un bar. La civilización no son unos rododendros bien podados en las rotondas, no, la civilización es otra cosa, pero aún no sé qué. Lo pienso mientras tomo café au lait en el café de París, o en el café Tingis o en cualquiera de los cafés que ya existían cuando Tánger era toda esta belleza que veo desde la terraza del hotel, la misma bahía que pintó Matisse mirando por la ventana del Ville de France, y algo más: el refugio de los ricos, los bohemios, los excéntricos. Todo estaba permitido, el alcohol, el sexo, comprar cuerpos y voluntades. Todo es dinero, amigos, incluso el arte. O más que nada, el arte, la literatura. No puede escribir lo mismo Paul Bowles que Mohammed Chukri. Eso lo sabe Blanca Riestra, que no está conmigo, pero me lo cuenta todo con su libro, Últimas noches del edificio San Francisco, la mejor guía de la ciudad, que es más que las tumbas fenicias y las cuevas de Cabo Espartel, es la memoria de otros que la convirtieron en leyenda ahogándose en sus talentos, sus miserias y una buena dosis de inmoralidad y ginebra.