Gwendoline Riley: «La gente nunca cambia, somos incorregibles, y eso es horroroso y fascinante a la vez»
FUGAS
«Mis fantasmas» es uno de los libros más perturbadores del año, capaz de transmitir con precisión incómoda la problemática relación madre-hija
08 nov 2024 . Actualizado a las 05:00 h.Hurga en la costra del amor incondicional, cuestionando el vínculo ineludible. Se pregunta sobre herencia e influencia y, con inmoderada mala baba —homologable a una socarronería que arranca al lector sonrisas que, por inapropiadas, devienen en incomodidad, culpabilidad incluso—, mira a una madre de arriba abajo, cuando la mirada debería ser, por defecto, inversa, de abajo arriba: la hija suele admirar, idolatrar, reverenciar. Aquí no. En Mis fantasmas (Sexto Piso), Gwendoline Riley (Londres, 1979) insta a revisitar ese instinto natural de simpatía, porque no se trata de que Bridge no quiera/cuide/respete a Hen; lo que sucede es que la desquicia, la saca de sus casillas, le produce una bochornosa e inconfesable vergüenza ajena con la que ni sabe ni tampoco quiere lidiar. Es incómodo este viaje sobre la inclusión y la exclusión, y distinto —temible— este retrato, tan cruel de más, pero confirma que Riley (Cold Water, First Love) —aclamada mundo adelante, absolutamente desconocida aquí— tiene mucho que decir. Su voz es otra, y es completamente inesperada.
—Tardó más de cuatro años en escribir «Mis fantasmas», que apenas tiene 200 páginas. ¿Se le atragantó?
—Ojalá pudiese decir que algo se me atragantó, pero no, fue un tremendo ejercicio y lo cierto es que no soy una escritora muy rápida. Para mí, pasar cuatro años trabajando en un libro, incluso en un libro corto como este, es algo normal. Voy lenta, es un proceso exorbitante. A menudo digo que no tengo mucho talento como escritora, pero tengo los estándares muy altos, así que sudo mucho para alcanzarlos. Y me quedé muy satisfecha con el resultado.
—¿Qué fue lo que la dejó tan satisfecha?
—Creo que conseguí que superficialmente sus personajes parezcan reales, muy de su tiempo y su lugar, y que bajo eso subyaciese un horror existencial, algo agitado por debajo de esta superficie.
—En alguna ocasión ha mencionado que su necesidad de escribir roza lo obsesivo.
—Llevo dos décadas y media haciéndolo. No diré todos los días, pero lo he hecho más días de los que no lo he hecho. Me absorbe de forma increíble. Cuando llevas tanto tiempo escribiendo y tienes tan claro que quieres dedicarte a ello, tienes tanto la zanahoria como el palo, tanto el látigo como el aliciente. ¿Cómo me ha condicionado? Escribir te separa completamente del mundo, pero la única manera de hacerlo bien es estar en el mundo, y eso es muy retorcido. Pero es mi fe. Y yo creo que una persona necesita fe y, también, un poco de comunidad. Desde luego, mi fe y mi Dios es la palabra escrita.
—¿Cuánto hay de dominio en las dinámicas familiares?
—En toda relación, romántica o familiar, una de las partes siempre se siente por debajo de la otra, o como si tuviese que torcer su mente, adaptarla, para encajar con la otras. En Mis fantasmas, por parte de la hija hay una negación total hacia la madre, porque ya a una edad muy joven detecta que no puede hacerla feliz, es incapaz de comprenderla. Y que va a tener que lidiar con ella como pueda.
—El lector ve los rasgos de esta madre contaminados por la visión de su hija.
—Al cien por cien. Solo la vemos a través de la visión de la hija. Siempre he escrito mis novelas en primera persona, una voz con la que se pueden hacer cosas fascinantes, porque resulta que no es un narrador de no fiar; la primera persona es todo lo honesta que puede y sabe ser, no miente, no tiene una agenda oculta. Pero solo están sus propios ojos para ver las cosas y en cada manera de enfocar el mundo hay múltiples condicionantes. Yo no escribo mucho acerca de la infancia de la hija, pero pensemos qué quieren los bebés de sus madres nada más nacer: quieren que les vean, conectar con ellas, con el primer ser humano al que conocen. En este caso, por lo que sabemos, lo más probable es que esto no ocurriese, es imposible imaginarnos a Hen mimando a su bebé. Así que probablemente Bridget haya arrastrado eso y ahora aplique su escrutinio y su mirada fría a esta mujer que odia que le miren. Hay una mezcla de sadismo y de necesidad.
—¿Somos hoy demasiado severos, poco indulgentes, incluso crueles con nuestros mayores?
—Creo que esto siempre ha sido así, que no es algo de nuestra generación. Por desgracia, escuchar a los niños hablar con superioridad moral de sus padres no es poco habitual.
—Hen es, al menos a ojos de su hija, un personaje especialmente irritante. ¿Somos incorregibles?
—Sí, yo creo que la mayoría de la gente nunca cambia, que somos incorregibles, sí. Y esto es, al mismo tiempo, horroroso y fascinante.
—¿Podemos escapar de convertirnos en nuestros padres?
—Me temo que lo horrible es que o te conviertes en ellos o tienes que hacer un esfuerzo muy grande para no hacerlo. En esta historia, el temor y determinadas reacciones vienen de esto. No necesariamente porque Bridge no quiera ser como su madre, sino más bien porque viendo su destino, que está muy sola y aislada, siente miedo. En un mundo ideal, habría amor y apoyo entre ellas, pero, al no haberlo, son objetos de miedo la una para la otra.