Esta joya de los años ochenta regresa a librerías para que descubramos la valentía y la frescura que la hizo brillar en pantalla
30 ago 2024 . Actualizado a las 05:00 h.Es tan fácil como cortar el tomate en rodajas de un centímetro, salpimentarlas y rebozarlas en harina de maíz para después sumergirlas «en suficiente aceite de freír beicon como para cubrir el fondo de una sartén de hierro». «La cosa tiene tomate... —dice Fannie Flagg (EE.UU., 1944)— ¡y sabe a gloria!». Así desvela la autora esta curiosa receta que dio nombre a Tomates verdes fritos, una novela publicada originalmente en 1978 y rescatada ahora en español por la editorial Capitan Swing, años después de haber sido descatalogada en nuestro país.
Para qué engañarnos: puede que el platillo les suene un poco raro y que no hayan oído nunca hablar de este libro. Pero lo que sí conocerán es la adaptación cinematográfica de esta historia, que —contra todo pronóstico— rompió las taquillas en 1991. Era el año de Terminator II y El silencio de los corderos, por lo que nadie daba un duro por una película sobre mujeres y para mujeres. Pero algo especial tiene la historia de Evelyn, Ninny, Idgie y Ruth para haber cautivado a millones de espectadores por aquel entonces y para que, treinta años después, la revisitemos con orgullo.
En el prólogo de esta nueva edición se plantea lo mismo Pepa Blanes que, además de resaltar la sororidad como el valor más preciado de esta historia, concluye que «básicamente, las mujeres que en ella salen podrían ser nuestras amigas. Y eso no tiene rival».
Historias entrelazadas
Todo empieza cuando Evelyn, insatisfecha y deprimida ama de casa de mediana edad en los ochenta, conoce a Ninny, una octogenaria que comienza a contarle todas las historias que recuerda de cuando vivía en el pintoresco pueblo de Whistle Shop, en Alabama, y todo lo que sucedía en la pequeña cafetería regentada por Idgie y Ruth. La fortaleza de estas dos mujeres, que en plena Gran Depresión y ante un mundo nada justo remaban hacia adelante sin pensarlo demasiado, insufla en Evelyn unos vitales aires de cambio.
Los cortísimos capítulos, que son más flashes que relatos, nos permiten ir saltando por el tiempo como quien picotea una tabla de quesos. Algunos momentos son dulces y tiernos, otros salados... y siempre hay algún fruto seco rancio que te amarga la merienda. Porque aunque nos la hayan pintado como una ligera historia sobre la amistad femenina, Tomates verdes fritos explora la violencia machista, los trastornos alimenticios, el racismo, el edadismo, el alcoholismo, ¡hasta el canibalismo! Y un tema que en el Hollywood del siglo XX daba más miedo todavía: el amor lésbico.
Lo que la gran pantalla ocultó
En todas las adaptaciones al cine se pierden ciertos detalles. Por eso aceptamos, aunque con cierta tristeza, que la película haya omitido las divertidas crónicas periodísticas de Dot Weems, que en el libro aparecen a menudo para salpicar un poco de contexto en forma de cotilleo.
Sin embargo, no parece casualidad o cuestión de falta de minutos en el metraje la elusión de la relación sentimental que unía a Idgie y Ruth, planteada en el libro de forma mucho más explícita. Idgie «está que bebe los vientos por Ruth». Ruth «aprendió a no cohibirse». Idgie «se habría tirado de cabeza a un precipicio si Ruth se lo hubiese pedido». A ambas «se las podía oír toda la noche riendo como unas locas». Vaya, que en la novela no eran dos amigas muy unidas. Estaban enamoradas hasta las trancas.
Pepa Blanes comenta en el prólogo que «la escritora no pudo convencer a los productores de desarrollar la historia de amor de dos mujeres [...] que vivían felices construyendo su nuevo modelo de familia». Es parte de esa historia que se perdió por el camino y que ahora podemos disfrutar y devorar a bocados. Todo, mientras recordamos cómo una empoderada Evelyn grita «¡Towanda!» en el párking de un supermercado.