
La escritora chilena, que tiene en Galicia su refugio «fresquito», estrena Avidez un mes después de recibir el Premio José Donoso 2023
29 may 2025 . Actualizado a las 15:51 h.¿Qué empujó al reo a matar? ¿Qué mueve a una madre al abandono? ¿Y a una niña a la violencia? Las pulsiones que mueven los mundos más oscuros del universo de Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970) se reflejan en los trece relatos que componen Avidez (Páginas de Espuma). Y como en un espejo, estos sórdidos cuentos nos devuelven una mirada feroz de esa pequeña oscuridad que todos llevamos dentro. Ojo, no hay malas personas, solo heridas sangrantes del puño de Lina. Un puño, por cierto, que acaba de recibir el Premio Iberoamericano de las Letras José Donoso por toda una carrera.
—Estrenas premio, presentas libro... Hay mucho que celebrar, pero ¿no pisas Galicia?
—Esta vez no, aunque suelo ir mucho en verano a As Neves, con mi marido [el gallego José del Valle que, como ella, es docente en la Universidad Pública de Nueva York]. Me encanta Galicia, es una zona muy bonita de España y además en verano se está más fresquito. De hecho, me recuerda mucho al sur de Chile por la geografía y la naturaleza tan verde. Es curioso. Son extremos, pero están conectados.
—Avidez es un compendio de relatos escritos a lo largo de toda tu carrera, durante treinta años. Aún así, resulta muy conexo y coherente.
—Para mí también fue sorprendente encontrar la persistencia de ciertas obsesiones. Cuando revisé los cuentos que tenía sueltos, me puse a leerlos y me di cuenta de que muchos rondaban en torno a la avidez; desde lo más material, el alimento, hasta las obsesiones y las pulsiones que necesitan ser satisfechas. Y sí, me sorprendió que, a pesar de las diferencias estilísticas, haya un lenguaje bastante propio, incluso ya desde el primer cuento escrito con 24 años.
—Un lenguaje y una temática. Siempre rondando lo oscuro y lo violento...
—Ya, parece que es algo que me constituye, esa exploración de la oscuridad. Me interesa mirar las zonas oscuras, lo que no aparece de forma evidente, pero que sigue ahí… Yo creo que hay un odio siempre latente. Lo vemos en el crimen, en las dictaduras, en los populismos de ultraderecha… Y yo exploro esa oscuridad, sobre todo la femenina, porque creo que hay una voluntad de ver en las mujeres solo el lado bueno de la humanidad. Me parece que las mujeres y los niños tienen también un lado oscuro que se puede manifestar.
—Es verdad que muchos personajes de estos relatos son niños que de repente se recrudecen, sacan su parte más voraz.
—Para mí fue muy interesante retar esa idea de la inocencia de la infancia, la sacralización de los niños. Ahí me di cuenta de que la infancia es mucho más compleja y tiene muchos más ángulos que los que la sociedad quiere que tenga. Cuando uno observa con cuidado lo que pasa en esa edad, descubre que hay pulsiones en los niños, que hay bullying, que hay deseo, que hay violencia hacia otros niños... Y en muchos casos no intervienen los adultos, ni siquiera como modelo.
—Igual eso es lo que hace estos relatos tan terroríficos. Es una maldad casi inherente al ser humano...
—Sí, es perturbador. Perturba una idea que tenemos fijada y eso es incómodo. Yo creo que aunque la ficción de estos cuentos es a veces surrealista y de ciencia ficción, hay también una voluntad de explorar la realidad, examinarla y llevarla a un extremo. Es decir, no es que todos los niños sean así, ni toda la gente sea así, pero me interesa ese extremo. Ahí es donde hay situaciones terroríficas.
—Y este universo terrorífico que te ha obsesionado durante tantos años, ¿tiene que ver con tu propia historia?
—Es difícil de saber. Sin duda, yo viví bajo una dictadura [la de Pinochet], pero lo cierto es que no tuve mucha conciencia de ella hasta los 15 años. Mi familia nos sobreprotegió a mis hermanos y a mí, nos puso en un colegio donde no se hablaba de política y era difícil tener una visión de lo que pasaba fuera. Pero a los 15 empecé a tener conciencia de qué era una dictadura, de lo que significaba ese gobierno y de los efectos que eso tenía sobre la ciudadanía. No tengo claro exactamente cuál es el rol de esa violencia en mi escritura, pero sí que es verdad que en aquella época existía la noción de que cada uno se las tiene que arreglar como pueda y creo que ese modo de pensar se fue filtrando en mí y fue plantando la idea de que existe una crueldad que en cualquier momento se puede activar.
—¿Has escrito un libro sobre las ausencias? Hay mucha falta de empatía, cariño, comida, a veces de un padre, de una madre...
—En efecto, sí. Hay una carencia a veces material, a veces familiar, a veces más afectiva... Creo que se habla de los anhelos y los deseos y que la acción está dirigida a cubrir esas carencias.
—Resulta curioso que durante tantos años, en los que has ido escribiendo ensayos, otras novelas, crónicas… siempre hayas ido reservando un poco de tiempo para escribir estos relatos sueltos que ahora reúnes. ¿Son un refugio?
—Pues como dice una escritora gallega a la que admiro mucho, Cristina Sánchez-Andrade: «los escritores somos monstruos de muchas cabezas». Por eso escribimos ensayos, novelas, obras de teatro, poesía… Me parece interesante que todos esos géneros distintos ejerciten un músculo mental, el de la imaginación, y transformen las siguientes obras. Además, muchos de los cuentos que aparecen en Avidez son encargos, que venían con temas ya dados. Ese pie forzado ha hecho que yo salga de mi zona de comodidad y me ha obligado a entrar, por ejemplo, en la ciencia ficción.
—Entonces, ¿son tu campo de juego?
—Sí, y cada patada cambia el rumbo de la pelota. Y eso va a cambiar la manera en la que entra en la portería porque en la medida en la que un texto me permite explorar una escritura, luego eso moviliza la escritura del siguiente texto.
—¿Alguno que aparezca en Avidez y que te haya cambiado especialmente?
—Pues hay partes de experimentación formal que sí se han colado en mis novelas. Sangre en el ojo es una novela muy episódica y con una estructura muy influenciada por cuentos como Platos sucios [el relato que abre Avidez]. Pero también hay temáticas, como la maternidad y la infancia, que desarrollo después en el ensayo Contra los hijos, que yo creo que no habría podido escribir nunca sin haber escrito antes tantos cuentos sobre la familia y sobre hijos crueles y madres con tantos ángulos.
—Esos personajes crueles, lo oscuro, lo sórdido, lo visceral... son temas que están también muy presentes en la obra de otras escritoras latinoamericanas contemporáneas. ¿Crees que hay escuela?
—Yo creo que hay una generación, o dos o tres, que estamos llevando a cabo una escritura muy descarnada. Hay diferentes estilos, hay diferencias de tono… pero guardando todas las distancias, yo pienso en Mariana Enríquez, que mira con mucha precisión y lucidez las violencias entre grupos sociales; en Samanta Schweblin, que hace algo parecido también explorando lo oscuro; en Mónica Ojeda, Fernanda Melchor… y sí siento que hay una literatura descarnada escrita por mujeres.
—¿Y a qué responde?
—Hay algo como de devolverle al mundo una mirada cruda, sin ningún velo. Como sujetos de violencia, no solo en la pareja sino que también en términos políticos, respondemos mirando esa violencia sin ningún tipo de decoración.
—¿No rompe un poco con la idea de literatura hispanoamericana que teníamos? Esto ya no es realismo mágico. ¿Qué sería? ¿Realismo a secas?
—Hay un crítico que lo llama realismo trágico [ríe]. Yo no creo que las mujeres estemos en un realismo trágico, pero sí que estamos en un realismo descarnado.