Tina Turner, la fuerza del rock que le prendió fuego al dolor

FUGAS

La cantante surgió en los años sesenta como un ciclón cuyo reverso oscuro no se supo hasta los ochenta. Ahí habló del maltrato al que estuvo sometida y resurgió como una artista libre

25 may 2023 . Actualizado a las 22:13 h.

Cuando Tina Turner grabó uno de los mayores monumentos de la historia del pop, la canción River Deep-Mountain High, se estaba liberando momentáneamente de un maltratador-controlador para ponerse en manos de otro, que era igual o peor. Corría el año 1966 y el productor Phil Spector se había quedado impresionado con la fuerza que la cantante imprimía en los directos que ofrecía con su marido, Ike Turner. Pensó en grabar con ella y cederle el diamante que había escrito junto a Jeff Barry y Ellie Greenwich. Pero había un problema: Spector —un machista violento que usaba pistola y acabó años después en la cárcel por matar a una mujer— quería a Ike fuera de la ecuación. Así dirigiría a Tina a su antojo. El segundo —que entonces ya había convertido las palizas a su mujer en algo habitual, llegando a ocasionarle alguna fractura— aceptó el trato de Spector. Le ofreció 20.000 dólares por permanecer fuera del estudio y que su nombre apareciera en los créditos (pese a no intervenir en nada). Dos gallos inflados de ego, con un talento que no guardaba relación con su humanidad, dispusieron así de aquella voz prodigiosa.

En la grabación, Spector aplicó su célebre muro de sonido. También su enfermizo nivel de exigencia. «Tuve que cantarla 500.000 veces. Estaba empapada en sudor. Tuve que quitarme la camiseta y quedarme en sujetador», dijo la artista. Curiosamente, recordaba aquel momento como algo liberador. Sin la sombra amenazante de su marido, vio cómo florecía una suerte de voz propia. Y lo hacía en el contexto opresivo de otro del que se conocerían luego todo tipo de atrocidades. Pero ahí, en los Gold Star Studios de Los Ángeles, parecía exhumarse algo. La garganta de Tina iba más allá de esa fuerza, desgarro y poder que siempre se asocian a ella. Junto a 21 músicos y otros tantos coristas, la voz emergía ahí diferente. Pura. Extraordinaria. Sobrenatural. Tiempo después, explicó que aquella grabación le había abierto los ojos y, en cierto modo, le mostraba el camino a seguir. Que no era otro que romper las cadenas de su esposo para ser libre. Y esa luz se hizo precisamente a las órdenes de Phil Spector. Macabra paradoja.

Casi todo en la vida de Tina Turner hasta los ochenta genera incomodidad en sus seguidores. Empezando por su propio nombre artístico. Porque Anna Mae Bullock no se hizo llamar así hasta que Ike Turner la conoció. Impresionado por su voz, la dirigió al escenario para modelarla progresivamente como un apéndice de sí mismo. Antes, sufrió una infancia desgraciada. Nacida en 1939 en Brownsville (Tennessee), fue abandonada a los 11 años por su madre, que huía de los abusos de su marido. A los 13 también se marcharía el padre. Desamparada, se fue a vivir con su abuela a San Luis, arrastrando esa falta de amor durante toda su adolescencia y su juventud. A los 17 años ocurriría un hecho aparentemente intrascendental, pero que iba a marcar su vida: ver en directo a Ike Turner con su banda Kings of the Rhythm en un club. Y ahí, como el filo de un cuchillo, aparece de nuevo el malestar: el mismo hombre que la impulsaría a la gloria es el que la iba a empujar a un agujero infernal.

En esos conciertos, la banda de Ike Turner a veces pedía a la gente que se subiera a cantar. Tina lo hizo una noche. Y en la mente del músico se produjo un clic. Le pasó el brazo artístico por encima, le enseñó cómo mejorar la voz y le dijo cómo se tenía que mover en el escenario. Little Anne, que era como se llamaba entonces, empezó a actuar con ellos. Y, poco a poco, aquella joven con el alma magullada por su infancia acabó enamorándose perdidamente de él. En 1962 se casaron, pasaron a ser Ike & Tina Turner y empezaron a cosechar éxitos. Tocaban r&b sucio y soul engrasado, en la otra orilla de The Supremes. En el seminal ensayo Awopbopaloobop Alopbamboom, Nik Cohn describía sus conciertos. Ya leía entre líneas. Ike lucía como un «malvado hombre pequeñito con barba candado y cínicos ojos tristes». También lo describía como «un elegante mago negro, siniestro y calmo». A Tina le retrataba como víctima de «su hechizo» y «poseída por los espíritus».

En realidad, el trance respondía a la rabia catártica. Expulsada del único modo que podía permitirse la cantante. Así lo reconoció luego, revisando aquellos años. Es decir, que lo que tanto se alababa de ella —volvamos a la fuerza, desgarro y poder— procedía de un profundo dolor que la llevó incluso a intentar suicidarse. Junto a ello, aparecía la carga sexual que le imprimía en el escenario. Ninguna mujer en los sesenta prendía fuego a las tablas de esa manera. Fundiendo la carne y la voz. El sudor y el deseo. El fuego y la gloria. Actuando, Tina Turner se mostraba como un volcán en erupción con la lava cayendo por sus faldas.

Hasta 1976 soportó el yugo de Ike Turner, acumulando éxitos y aplausos. Otra experiencia al margen de él, su intervención en la película Tommy de The Who como la Reina Ácida, precedió a su decisión de dejarlo todo. La fuerza con la que interpretaba Proud Mary se llevaba aquí a lo vital, marcando el punto y aparte definitivo de su vida. Cuando el machismo campaba a sus anchas. Cuando todo el mundo miraba a otro lado. Cuando la expresión violencia de género no existía ni en la ciencia ficción. Cuando todo eso pasaba, ella lo rompió y, en cierto modo, se convirtió en un símbolo. Muchas de las personas que hoy educan a sus hijos en la igualdad oyeron hablar por primera vez de maltrato al conocer la historia de Tina Turner.

Resurrección en los años ochenta

En el imaginario colectivo a Tina Turner se la recuerda a lo grande. Rugiendo en el escenario, con melena leonina, traje de cuero y tacones de vértigo. Ese icono se empezó a crear con el disco Private Dancer (1984), con el que obtuvo un éxito excepcional. Se convirtió en omnipresente. La MTV lanzaba de manera constante sus videoclips, su historia de superación personal se empezaba a conocer y su proyección en directo convertía los conciertos en algo masivo. A finales de la década, Foreign Affair (1989) catapultó esa posición en la industria. A Tina Turner ya se la veía como un clásico en vida. Sus conexiones con el cine — actuando en Mad Max: más allá de la cúpula del trueno de 1985 o interpretando GoldenEye de Bono y The Edge en el filme homónimo en 1995— amplificaron su condición mítica. Antes del cambio de siglo grabó su último trabajo, Twenty Four Seven (1999).

En paralelo a todo este esplendor se encuentra una figura en la sombra, Erwin Bach, un productor alemán que conoció a mediados de los ochenta. Compartió con él su vida hasta el final. «Me enseñó que el verdadero amor no busca apagar la luz de uno para que otro brille. Al contrario: desea que brillemos juntos», dijo Tina en el 2020. Es la parte de la historia que, lejos de incomodar, reconcilia a sus seguidores. Sabían entonces que la rabia miraba al pasado y no procedía del presente.