Jorge Drexler: «Me gusta ir a los locales bailables de la ciudad tras los conciertos»

FUGAS

Anton Goiri

Reniega de la consagración, huye de la nostalgia, detesta la «neofobia» y que le llamen «maestro». El 22 de octubre actúa en A Coruña

01 dic 2022 . Actualizado a las 15:34 h.

Tinta y tiempo solicita Jorge Drexler (Montevideo, 1964)desde la portada de su más reciente disco. El tiempo ha de ser para satisfacer su fértil y felizmente incontenible carácter expansivo. La tinta, y no poca, para quien ha de hacerse eco de los frutos de esa expansiva fertilidad. Regresa Drexler de unos días de asueto en Galicia, adonde retornará el 22 de octubre, para actuar en A Coruña en el marco del  ciclo Noites do Porto. «Con Galicia tengo tres planos de conexión», cuenta un Jorge Drexler exquisitamente cordial. «Para un uruguayo Galicia es un lugar muy especial porque el último gran flujo migratorio que recibió Uruguay fue el de los gallegos en el siglo XX y dejó allí una impronta enorme. El segundo es personal. Yo soy Prada de segundo apellido. Mi familia materna viene del noroeste de la península, de una zona de Asturias cercana a Galicia. Y la tercera, tiene nombre y apellido: Miguel de la Cierva, de El Náutico. Miguel ha generado un microcosmos en San Vicente. Se ha ganado en buena fe y con todo merecimiento la confianza de todo un sector de músicos, que, en cadena, hemos entendido que ir a tocar allí no es ir a un concierto más».

—No sé si allí recuperas esa sensación de la que hablas en «Cinturón blanco», la de volver a ser principiante.

—Pues sí, tiene que ver con eso también.

—Porque ¿nos vamos dejando la ilusión por el camino?

—La ilusión se parece mucho a la forma física. Hay una época en la que el organismo la tiene de forma natural. Después la tienes que cultivar y es cada vez más difícil recuperarla si la pierdes. Tienes que ser capaz de mantener el nivel de motivación. Para mí es la palabra clave. Escribir canciones, grabarlas y salir a tocarlas es un trabajo maravilloso, pero en el que permanentemente estás poniendo en tela de juicio tu valía profesional y personal. Cuando intentas escribir y no funciona, como me pasó a mí en la pandemia, no es una descalificación profesional como artista o compositor, es una descalificación ad hominem. Todo tu ser se ve cuestionado.

—Dices que llegado este punto y este momento, solo hay dos opciones: intentar reinventarte como un señor mayor, pero tratando de vincularte con la realidad y entenderla, o la nostalgia, «que es una manera de ir muriéndote poco a poco».

—Sí. Tanto la nostalgia como la consagración. La gente ya empieza a decirme «maestro» [se ríe], que es algo que a mí me pone de los nervios. No quiero que me llamen maestro. No solo establece una distancia social sino también generacional y motivacional. Si tú asumes la consagración te conviertes en una estatua de ti mismo. Se parece mucho a ti, pero está muerta, ha dejado de evolucionar.

Silvia Poch

—¿Las canciones son un refugio?

—Desde luego. Incluso puede que sea ese el rol principal de la canción como género desde que existe con el ser humano. Para mí, que soy un cancionista, no soy un músico ni un poeta, es fascinante el poder enorme de exorcismo que tiene la palabra unida a la melodía. No es lo mismo decir «estoy solo y lejos de mi casa y echo de menos mi hogar» que cantar, como hizo James Taylor, «In My Mind I'm Goin' to Carolina». La canción te permite acercarte al dolor pero sublimándolo. Desactivarlo y convertirlo en una cosa que tiene que ver con la belleza. Es algo alquímico.

—Sin embargo, da la sensación de que vivimos malos tiempos para la palabra en la música, de que nunca las letras han sido tan banales.

—Discrepo. No son banales, son sexuales, que es diferente. Escucha las letras de canciones del último disco de Bad Bunny como Andrea, El apagón o inclusive Ella perrea sola. Pero nunca ha habido una generación de personas a la que pasados los 40 años no le parezca que la música que hacen los de 20 sea banal. Eso siempre se ha producido. De hecho, debería tener un nombre pero como no lo he encontrado, yo le he puesto «neofobia». El odio a lo nuevo. Un odio infundado e irracional. Es algo xenófobo. El miedo al diferente. Para mí tiene que ver con el miedo —por no decir la envidia, que es todavía más feo— de una generación que se ve desplazada del centro, que ya no siente que las cosas buenas y divertidas les pasan a ellos. Mira, una de las cosas que yo intento hacer después de los conciertos es visitar los locales bailables de la ciudad. Salgo a ver lo que pasa. Y lo que yo veo que pasa, no tiene ninguna diferencia con cuando yo iba a bailar en los 80. Y en aquel momento, también recuerdo a la generación que tenía 40 o 50 años diciendo que aquella música era espantosa.

—Más que a la música en sí, yo me refería a la vacuidad de las letras.

—No, no son vacías. Fíjate por ejemplo en el trap. Están llenas de mierda, pero no son vacías. Y no creo que sean más sexistas ni más vacías que las letras de Police, que nos tragamos con muchísima alegría. ¿O De do do do. De da da da es más profunda que Ella perrea sola? ¿O es menos sexista decir «I'll be Wrapped Around Your Finger»? Acepto que estos géneros puedan parecerme monótonos musicalmente, pero el texto, que puede gustarte más o menos, en ellos ocupa un lugar preponderante.

—En «Corazón impar» dices: «Te propongo apenas que juntemos soledades». ¿Es eso la vida, una comunión de soledades?

—En determinado punto, sí. En otros tienes la ilusión de que compartes un montón de cosas en la vida. Al principio, uno tiene esa sensación de fusión inexorable con la otra persona. Sin ti yo no me siento complementado, cantaba yo, y me parecía la declaración de amor más bonita. Pero con el paso del tiempo, si consigues mantener la relación a largo plazo, que es algo casi imposible [se ríe], te das cuenta de que si tú no eres completo como ser humano y no te haces cargo de tu desarrollo personal ni de tu propia felicidad, no puedes seguir pidiéndoselo a la otra persona. Lo mejor que le puede pasar a dos personas es que los dos estén contentos con su soledad y con su vida y decidan compartir esas vidas y esas soledades con el otro. Pero no al estilo de «tú eres mi media naranja y si te vas me quedo vacío». No, cada uno de los dos somos toda la naranja.

—Pides tinta y tiempo. Si te dejan con un bolígrafo en una isla desierta, ¿qué escribirías?

—Un mensaje de socorro [se ríe]. La soledad impuesta demostró no ser buena compañera para mí. Hay dos tipos de soledades. La que uno busca, tipo me voy un tiempo solo a escribir a un lugar... Que a mí tampoco me sirve del todo. La última vez que lo intenté me fui al Palmar una semana y pude escribir solo una canción. Y no lo pasé bien. Los dos últimos días me escapé a Cádiz a ver a unos amigos porque ya no aguantaba más solo. Y después está la soledad impuesta, como fue la de la pandemia o como puede ser estar en una isla sin nadie más... A mí me genera angustia esa soledad.

—Dijiste que tras ganar el Óscar hiciste el disco que no tenías que hacer. ¿Te pasa con frecuencia? Eres, como dices en «Amor al arte», «un pez a contracorriente»?

—No me gusta ir a la contra por ir a la contra. No tengo ninguna intención en generar estupor o sorpresa por la sorpresa. Lo que sí que me interesa mucho es estar atento a lo que siento de verdad, a lo que tiene un fundamento con respecto a lo que realmente quiero hacer y no tanto a las circunstancias que lo rodean. Cuando tomé la decisión de dejar mi profesión de médico y una vida realmente consolidada en Montevideo para venirme a España y compartir piso con siete uruguayos para dedicarme a la música, no fue, desde luego, por seguir las circunstancias lógicas. Pero sí era lo que realmente sentía. Y cuando hice 12 segundos de oscuridad tras el Óscar, no respondía en absoluto a la conveniencia. En aquel momento lo lógico sería haberme ido a vivir a Los Ángeles o a Miami y haber empezado una carrera tirando de ese reconocimiento.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Me acababa de separar, con hijos de por medio, que ha sido la experiencia más dolorosa que he tenido en mi vida, y no podía tomar distancia ni de mi hijo ni de aquel sentimiento. Así que decidí contarlo en ese disco, que es mi disco más oscuro, menos pensado en el crossover latino y por supuesto sin tener para nada en cuenta el impulso que en aquel momento tenía mi carrera. Es un disco confesional, con muchas canciones que luego no pude tocar en vivo porque eran demasiado descarnadas. Desde el punto de vista estratégico era exactamente lo opuesto a lo que debía hacer. Desde el punto de vista personal y deontológico, creo que es el disco más importante que he hecho. Quien ha escrito una canción, la cierra y le den ganas de cantarla en vivo, sabe que es un sentimiento que no hay premio que lo iguale. Un óscar o tres Latin Grammys te dan un subidón increíble en esa noche de celebración, pero a la mañana te levantas y estás en un hotel en Las Vegas, con resaca... En cambio, la alegría de una canción te dura años. Hay canciones que he escrito hace 25 años y que todavía siguen liberando su dosis de felicidad cada vez que las canto.

—En poco más de un mes actúas en A Coruña, ¿cómo va a ser ese concierto?

—La sensación de euforia que me produjo sacar este disco se continúa en esta gira con una banda nueva. Tengo una banda donde por primera vez tengo tres hombres y tres mujeres que me acompañan en escena. Y el hecho de que el microcosmos del escenario refleje en términos de género lo que pasa en el macrocosmos del público, parece un nimio detalle, pero para mí no lo es. Yo lo siento como si la vida estuviera representada también encima del escenario. Y me hace muy feliz.