En aquella otra mansión, la de Daisy Buchanan en Long Island la hierba fresca casi entraba en la casa y la brisa agitaba las cortinas como «banderas pálidas» y en aquel salón donde todo flotaba excepto el sofá hasta que el viento y las jóvenes vestidas de blanco se detienen con la suavidad de un globo, empezó el verano del Gran Gatsby, que esperaba acechante al otro lado de la bahía en aquella novela perfecta de Scott Fitzgerald, que sabía muy bien de lo suaves que son las noches y de lo fatales que son algunos finales.
Empiezan y acaban amores eternos
El verano es tórrido y finito y eso le confiere algo de crueldad. El verano llega viejo, decía aquel verso de Vallejo, «llegas viejo y devotamente y no encuentras en mi alma a nadie». En verano empiezan y acaban amores eternos, condenados a morir desde su pronunciación, como el de un joven de 15 años y la madre de su amigo. En Antigua luz, el narrador recuerda aquel momento de iniciación, un amor carnal y pubescente que será su única gran pasión y ese recuerdo sensual y todo el erotismo y todas las preguntas que quedaron en el aire, le valen a John Banville para hacer de cada frase una fiesta. Supongo que la piel desnuda de la señora Gray acabó con la niñez de Alex Clave. El verano es muy proclive a acabar con la inocencia. En el del 63, el protagonista de Agua salada se enamoró y su padre se ahogó. Charles Simmons lo cuenta de modo sencillo y sutil, pero bajo la prosa y las aguas más claras se encuentran los abismos más insondables y las familias los arrastran a su lugar de vacaciones donde la vida trae sorpresas con la misma naturalidad que el viento infla las velas.