Tessa Hadley, autora de «Amor libre»: «Aprendes a ser mujer viendo a tu madre, a veces por rechazo»

FUGAS

Mark Vessey

Un beso como una revolución, una sacudida, gasolina; capaz de poner del revés toda vida. De ahí arranca este «Amor libre»

06 may 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Que la vida puede cambiar de un momento a otro es una de esas máximas que vienen de serie en el código genético: se nos familiariza desde muy críos —cada vez más— con la vulnerabilidad humana, con el hoy estás aquí, pero mañana tal vez no. Porque, sí, un movimiento discreto puede ponerlo todo del revés en cuestión de segundos, pero ¿qué pasa cuando el reajuste de piezas no responde a una tragedia, sino a un gesto tan amable como un beso? De esto —entre otras cosas— nos habla Tessa Hadley (Brístol, 1956 ) en Amor libre (Sexto Piso), la segunda de sus novelas que llega a España después de Lo que queda de luz. Inglaterra, una calurosa noche de 1967. Un matrimonio acomodado invita a cenar al hijo de una vieja amiga de la familia, un joven bohemio, contestatario, que en un determinado momento de la velada rompe todas las distancias. El beso abre una puerta y la mujer madura, casada, la atraviesa; se deja ir. Al hacerlo, se convierte en otra. «Puede que ella ni siquiera la viese», reflexiona la autora. De cualquier forma, ella la cruza.

­—¿Realmente, puede un detalle tan pequeño como un beso cambiar por completo nuestra vida? ¿Tanta fuerza tiene?

—En este caso, es como si hubiese un resorte tenso en Phyllis [la protagonista de la novela], y ese beso lo afloja, lo desata. Ella lo estaba esperando, sin saberlo. Y, sin embargo, podría fácilmente no haber sucedido.

­—«Si sales ahora, aún estás a tiempo. Pero no se movió». ¿Qué hace falta para moverse, para dar el paso?

—Me interesan mucho estos momentos de la bifurcación del camino, en los que puedes dar un paso en esta dirección o en aquella. El resto de tu vida depende de lo que hagas. Casi parece algo fuera de tu voluntad. Phyllis quiere volver con su marido y ser perdonada, pero su cuerpo no se mueve, la desobedece, como si estuviera paralizada.

—¿Cuántas vidas se pueden vivir en una sola? ¿Puede alguien, de repente, convertirse por completo en otra persona, escuchar música que antes no soportaba, hacer cosas que nunca le han interesado?

—Supongo que esa es una de las preguntas que plantea la novela, y sí, me inclino en ese sentido. Realmente, creo que estamos formados de manera significativa por nuestro entorno, nuestra educación, nuestras relaciones. Si de repente —como cuando Nicky besa a Phyllis— nos sacan de un mundo y nos colocan en otro muy diferente, podemos cambiar drásticamente lo que éramos antes. Debe haber cierta continuidad en el ser, pero también puede haber transformaciones sorprendentes.

­—Ya en «Lo que queda de luz» reflexionaba sobre cómo afecta el paso del tiempo a la mujer, sobre el hecho de marchitarse, de dejar de sentirse deseada.

—Me parece un tema fascinante, conmovedor. Para una mujer como Phyllis, gran parte de su identidad ha dependido de ser atractiva para los hombres y, también, de que otras mujeres se diesen cuenta de ello. Es como si al atravesar ese portal hacia una nueva vida se le hubiese concedido un tiempo extra.

­—¿Cómo se traslada de madres a hijas esa presión de la sociedad sobre las mujeres para que sean atractivas?

—Las hijas aprenden a ser mujeres observando a sus madres, pero a veces necesitan rechazar lo que sus madres les enseñan para llegar a ser plenamente ellas mismas. Lo que más desea Colette [la hija de la protagonista] del artista que se convierte en su amante es «ser vista». Se puede interpretar de varias maneras, pero creo que lo que busca es liberarse de la angustiosa pregunta de «¿soy guapa?», una pregunta que ha heredado de su madre. Ella, sin embargo, lo que quiere es la mirada en bruto, ir más allá del cruel deporte competitivo de las apariencias femeninas. Quiere una realidad.

­—Aborda aquí una generación con muchas ganas de cambio. ¿Cree que actualmente también hay esa pulsión social o ve a los jóvenes más adormecidos, acomodados?

—Me encanta la juventud de hoy. En el Reino Unido parece una generación muy despierta, políticamente consciente y apasionada por el cambio climático, el racismo, el sexismo y la desigualdad. Necesitamos desesperadamente el rechazo de las generaciones más jóvenes al desastroso camino que hemos emprendido.

—Hay otra relación interesante en la novela, la de Philips con su hijo varón. ¿Por qué cree que es tan especial la conexión de las madres con los hijos?

—La inminente separación con su hijo, que se va a un internado, se entiende como una parte importante de lo que lleva a la protagonista a la aventura. En realidad, le duele mucho saber que tiene que separarse de Hugh. Hay una lógica sumergida en su manera de enfocar las cosas: si va a perder a Hugh, se quedará como compensación a Nicky [el joven del beso]. En los años sesenta, las mujeres solían gravitar sobre los hombres, para amarlos y complacerlos, porque ellos tenían todo el poder. Tiene sentido esa adoración de las madres a los hijos: dicho con crudeza, se suponían que iban a crecer y ser sus nuevos amos.