Fernanda Trías: «El ser humano tiene una capacidad de empeorar increíble»

FUGAS

Fernanda Montoro

La escritora uruguaya entregó el último borrador de «Mugre rosa», una historia que sucede en una ciudad donde sopla un viento que mata, en noviembre del 2019. Un mes más tarde, China cerraba a cal y canto una ciudad entera por culpa de un virus que se contagia por el aire

20 jun 2021 . Actualizado a las 10:09 h.

Nunca antes habíamos visto la realidad cambiar tan rápidamente como en el último año y medio, llegó a alcanzar la distopía, reflexiona Fernanda Trías (Montevideo, 1976). Habla con conocimiento de causa. Aún desconcertada, insiste en que concibió el escenario y la enjundia de Mugre rosa, su última novela, publicada en en España por Random House hace apenas dos meses, en un mundo prepandémico, sin mascarillas ni zonas acotadas para guardar cuarentenas. Su aseveración suena a chiste malo, pero es poco tranquilizadora: en esta historia, una mujer cuida por temporadas a un niño con un raro síndrome alimenticio que se zampa absolutamente todo lo que se encuentra por delante, y lo hace en una ciudad asolada por un viento tóxico intermitente.

-Una vez más, la realidad ha superado la ficción.

-Y eso que la historia es muy antigua, ya en el 2013 había publicado en una revista que se hace en Nueva York, Los bárbaros, un fragmento que ahora recoge esta novela, el momento en el que se habla por primera vez de la «mugre rosa», esa pasta de dientes hecha de carne que comen los protagonistas porque apenas tienen nada que llevarse a la boca ya. De aquello se quedó una especie de impulso poético que con el tiempo fue mutando, y en el 2016 empezaron a aparecer en mi cabeza varias imágenes: el viento rojo, una ciudad hundida en una neblina constante que hacía que todo se viese gris y monocromo. Tenía muy claro, además, que en el centro de la historia tenía que estar una mujer que cuidaba a un niño con un trastorno alimenticio raro [el síndrome de Prader-Willi], pero no me senté a escribir de verdad hasta que llegué a Madrid con una beca para escritores iberoamericanos. Fue en marzo del 2018. La escribí entera durante ese año y en el 2019 me dediqué a pulirla. En noviembre tenía el libro listo, y en diciembre, por primera vez, escuché hablar del coronavirus.

Cuenta Trías que enseguida cayó dentro del ritmo frenético de la pandemia, de los datos, de las noticias, y que se olvidó de su novela, ya enviada al editor. Antes de maquetarla, le pidieron que hiciese una última corrección y meses después volvió a leerla. «Y fue ahí cuando hice todas las conexiones con lo que estaba pasando, cuando descubrí la cantidad de coincidencias que había entre mi historia y la realidad que estábamos viviendo -relata, perpleja-. Incluso me di cuenta de que había algunas palabras que había utilizado sin siquiera saber cómo usarlas: cuando estaba escribiendo, dudé si recurrir a tapabocas, mascarilla, barbijo… porque eran palabras que pertenecían al ámbito médico y, de pronto, habían sido absorbidas completamente y ya eran cotidianas». 

-¿Cómo fue releer la historia en plena  pandemia?

-Fue un golpe. Porque además yo quería generar una sensación muy fuerte de extrañeza en el lector, quería que se adentrara en un mundo que fuera realmente raro, que él se sintiera desconocido, y ya ese mundo no lo era, y eso fue muy impactante. En ese sentido, se perdió algo, pero por otro lado la novela ganó puntos de contacto con los lectores. Es lo impredecible de la escritura. 

-¿Era tu intención crear una distopía?

-La verdad es que no es un género que particularmente me encante, simplemente lo utilicé. La construcción de ese mundo me servía para el efecto que quería lograr.

-¿Y cuál era?

-Quería explorar una relación afectiva entre una mujer de cuarenta y pico años sin hijos, como yo, y un niño enfermo al que ella cuida, lo que durante una parte de la novela es su trabajo y finalmente acaba convirtiéndose en una relación materno-filial especial. Ellos se eligen mutuamente. Ella lo elige a él y él la elige a ella. Y entre ambos se va construyendo esa relación como de «madre sustituta». Además, me interesaba que el niño tuviese un cuerpo enfermo y que esa enfermedad fuese un síndrome complejo que me fascinó en cuanto me enteré de su existencia: los que lo sufren no pueden parar de comer porque sienten hambre constantemente. Obviamente, el entorno donde la comida escasea hace que sea más fuerte el drama en ese hogar, en el que además tienen que estar encerrados a veces durante días. Los alimentos escasean debido a una crisis medioambiental que afecta al aire y, por tanto, a las cosechas y a los animales. Y ahí es donde entra la mugre rosa, que es como un producto salvador, pero a su vez muy simbólico de la destrucción y de ese consumo exacerbado que lleva a devastarlo todo, a depredar hasta que no queda nada. A mí me parece bastante llamativo cómo el ser humano depreda siempre creyendo que no se va a acabar lo que depreda, y finalmente cuando se acabe, ¿quién va a vivir mal? El ser humano. Es una cosa completamente irracional.

-¿Es consciente de eso el ser humano, de que los recursos son limitados?

-No, supongo que no, porque seguimos viviendo de una manera completamente irracional sin mirar lo que estamos haciendo con el propio ecosistema del que dependemos. Esta pandemia, que vino a demostrar que estamos a merced de virus y otros organismos, que hay un cataclismo a nivel ambiental, debería ayudarnos a pensar que somos parte del ecosistema y que no hay manera de destruir todo sin destruirnos a nosotros mismos. O se salva todo o no se salva nadie. Pero no sé si hay la suficiente autocrítica en la sociedad sobre ello.

-En la novela la plaga hace que los personajes vayan evolucionando, cambia su manera de relacionarse. ¿Crees que la pandemia del coronavirus también nos cambiará?

-Creo que ha potenciado unas crisis muy fuertes que ya estaban ahí. Te hablo desde Bogotá, epicentro de grandes y violentas protestas sociales, y mientras hablamos se escuchan helicópteros; van ya más de 30 jóvenes asesinados por la policía aquí. Y reflexionando, pienso que esto es una crisis acelerada por la pandemia, porque la emergencia sanitaria acrecentó la pobreza ya existente. En este momento el 57 % de la población de Colombia vive en la pobreza, esa necesidad de decir basta se ha acelerado. Pero tal vez de esto salga algo, algo bueno. Por otro lado, también siento que la pandemia agravó otras cosas malas que ya estaban presentes, como la xenofobia, el individualismo (el decir «yo me salvo, yo me vacuno y los demás que exploten») o las informaciones falsas de los medios de comunicación. ¡Ha sido una lucha convencer a la gente de que se vacune! Realmente la pandemia es un catalizador, y ¿qué va a salir de todo esto? No lo sé exactamente, pero no te puedo decir que sea algo para bien. Porque el ser humano tiene una capacidad de empeorar increíble. 

-¿Qué te interesaba abordar en tu novela con esta atmósfera y esa situación concreta?

-En primer lugar, quería (y aquí de nuevo me sorprendió encontrar tantos puntos de contacto con lo que podemos observar hoy) repensar el papel del Estado: supuestamente tendría que ser más protector, tender hacia el cuidado, y se termina convirtiendo en autoritario, en limitador de libertades. También me interesaba reflexionar sobre el papel de los medios de comunicación, la información, los rumores, lo que es fiable y lo que no… En esta historia nadie sabe nada de lo que está sucediendo, todos culpan al otro. Y luego me parecía muy curioso pensar cómo en una situación así se transforma el mapa: cuando hay una catástrofe, el mapa geográfico de un país, de una región, de una ciudad va cambiando, porque hay migraciones internas, movimientos de clases y siempre son los privilegiados los que pueden salvarse. En la pandemia también lo vimos, solo los privilegiados pudimos quedarnos un año y medio encerrados en nuestras casas trabajando y recibiendo un salario; aquellos que no tenían otra opción tuvieron que salir y arriesgar su vida. En la novela, los que no pueden irse tienen que quedarse en el lugar contaminado y los que sí, tienen posibilidades de acceder a una vida mejor, con más libertad, con movimiento, y no tienen que vivir en una ciudad contaminada en la que el riesgo del viento es inminente. 

-No solo el aire es tóxico, también los vínculos.

-No lo había pensado de esa manera, pero sí, y es que además la protagonista está atrapada en un pasado que ya no existe, pero que de alguna manera se resiste a soltar. Y ese pasado incluye esos vínculos con su exmarido, la relación rota, esas tensiones con su madre que llegan hasta el presente, la falta de entendimiento. Ella siempre buscó en su madre una ternura que no le pudo dar, y entonces queda un poco como alma en pena sin poder desprenderse de esos vínculos y sin poder cortarlos para seguir adelante, si es que hay un adelante, y a su vez condenada a recordar y a tratar de repasar para entender. Hay mucho de ese ejercicio de recordar, de pensar la memoria y de reflexionar sobre cómo se recuerda y cómo vamos logrando rescatar esos recuerdos. Y hay aquí una parte muy nostálgica que tiene que ver con recuperar ese mundo perdido previo a la catástrofe medioambiental. Ella lo asocia con las playas, con el verano, con esas frutas que ya no hay, con todas esas sensaciones de la infancia que son de un mundo que ya nunca va a volver a ser. Al final termina siendo un gran duelo, un gran proceso para poder pasar a otra cosa. 

-La protagonista de «Mugre rosa» es una mujer que, de alguna manera, vive una maternidad que no es natural, pero es escogida.

-Yo personalmente no me identifico con la protagonista, porque construí un personaje muy distinto a mí. Esta es una mujer que de alguna manera está queriendo siempre cuidar, ha cuidado a su pareja toda la vida, también se ha encargado de su madre; su rol del cuidado ya venía de antes del niño. Pero evidentemente hay una reflexión sobre el cuidado y sobre maternidades distintas a las convencionales, a las que ya conocemos. Mi sensación y la que quería transmitir es que se puede «maternar» niños que no son hijos biológicos, ni siquiera hijos adoptivos. Y pienso que si sintiésemos que somos responsables de todos los niños, también sería distinta la manera en la que la sociedad está organizada. Todos sentiríamos que tenemos que ver en la educación y en cubrir unas necesidades básicas. Yo estoy en crisis con todos los vínculos familiares más convencionales porque siento que son muy posesivos: esa idea de «es mío», de esto me pertenece. En la novela, hay un momento en el que la protagonista cuenta cómo su madre le hacía comer la comida a la fuerza, y ella le preguntaba «por qué tengo que hacerlo» y la madre le respondía «porque sí, porque lo digo yo que soy tu madre». ¡Todo el mundo ha escuchado eso alguna vez! Me gustaría empezar a pensar en la familia como algo mucho más extendido, más escogido. Esas preocupaciones sí son personales y las volqué ahí. La novela es catastrofista, sí, pero veo pequeños resquicios de esperanza en los vínculos que van surgiendo con perfectos desconocidos, actos de empatía o de generosidad entre personas. Y quizá por ahí pueda haber una esperanza para toda la crisis afectiva que estamos viviendo como sociedad.