-¿Quedan muchas mujeres sin nombre?
-Sí, sí, hay muchas mujeres sin nombre. Pero el caso de María Lejárraga es un símbolo, no creo que sea el caso de una mujer silenciada más, creo que es un símbolo porque estamos hablando del misterio mejor guardado de la literatura española, pero es que también es uno de los autores españoles más destacados de nuestra historia cuyo nombre permanecía oculto. Es que estamos hablando de una mujer cuyas obras viajaron y fueron obras de repertorio en Broadway o en el West End londinense. Podría haber optado al Nobel siendo un negro literario y cuyo mayor logro, e incluso mayor invención, fue el propio nombre de Gregorio Martínez Sierra, que era su seudónimo. Era un caso muy peculiar y por eso ha permanecido oculto hasta ahora, porque estaba muy bien oculto. Es un caso de fraude literario brutal que afecta a un clásico, no afecta a cualquiera. ... En esta obra es muy importante el contexto. Yo he escogido la fórmula de un thriller de época para contarlo, pero hay que pensar que esta mujer nace en una España y en una Europa que empezaban a desequilibrarse, vive todo un siglo XX muy convulso, desde la pérdida de las colonias, que es cuando nace, hasta la muerte de Franco, que es cuando muere y todo se vuelve a equilibrar de nuevo. Es decir, le pillan tiempos entre guerras mundiales, crisis, pandemias, revoluciones..., en las que la mujer era un cero a la izquierda y ser escritora era una profesión poco decente si tenías un trabajo público como el de maestra. Creo que ella lo que hace, cuando muere Gregorio y se da cuenta que tiene que recuperar su nombre, por lo menos, se mimetiza con su seudónimo, se hace llamar María Martínez Sierra e intenta reivindicar por lo menos el 50 % de su autoría y en España, la ponen a caldo. Primero, porque está exiliada y no se puede defender; segundo, porque lo más bonito que le dedican es como si un hombre de la talla de Gregorio Martínez Sierra hubiera necesitado alguien que le alumbrara su talento, o «nunca nos gustó María Martínez Sierra y a su marido tampoco». Eso está publicado en prensa en España. Ella se da cuenta que no puede hacer nada, tampoco va a destruir la memoria de Gregorio, porque, al fin y al cabo, lo quería, y lo único que va a conseguir es desprestigiarse a sí misma porque ser un negro literario tampoco es algo que se perdone. Entonces, dice: «No voy a destruir las cartas que prueban mi autoría total, aquí las dejo para tiempos mejores». Y esas cartas han llegado hasta Patricia O'Connor y han llegado hasta mí.
-¿Cree que mantuvo esas cartas para mostrar su autoría?
-Por supuesto. Lo tengo clarísimo. Esta mujer no se muere de un accidente. Se muere a los 99 años, casi a punto de cumplir los 100, leyendo a Tirano Banderas y terminando una traducción de Pirandello, es decir, lúcida. Entonces, si hubiera querido destruir esas cartas, no las hubiera dejado en un baúl que tenía expresa orden de devolverse a España cuando ella falleciera, entre otras muchas cosas, como algún manuscrito, como Sortilegio, que es la obra maldita y nunca estrenada, y es la que he escogido para mi novela. Esto del baúl es tal cual. Llega a las manos de Patricia O'Connor porque su ahijada Margarita, que siempre supo que ella era la que escribía, recibió ese baúl y decidió llamar a Patricia O'Connor porque sabía que su tía, una vez hubieran muerto todos los protagonistas de esta historia, no tendría el menor problema en que se supiera, porque, de no ser así, lo hubiera destruido, como tantas otras cosas.