La innecesaria irrupción como actriz de la famosa cantante en la Mostra de Venecia, despojada de exuberancias de diva, no posee vuelo dramático. Y es osado tratar de superponerse desde lo pop a la leyenda «camp» de Judy Garland
14 sep 2018 . Actualizado a las 08:12 h.Ni siquiera un festival como la última Mostra de Venecia, repleta de gran cine y autores de renombre, es ajeno a las esclavitudes que impone un icono pop de alcance enorme, tal vez el mayor de este tiempo. Llegó Lady Gaga al Lido. Y allí comenzó por desprenderse del petardeo, las pinturas de guerra, el camuflaje que encubren a la marca. Y pasó a ser Stefanni Joanni Angelina Germanotta. O Ally, la camarera a la que veremos ascender de amateur intérprete de performances de Ma Vie en Rose en un garito de drag-queens hasta erigirse en una rock´n roll star. Quienes sean por completo ajenos por completo al magnetismo de Lady Gaga y a sus círculos concéntricos entenderán, sin embargo, que eso de verla sin maquillaje, tan cercana, como la violetera o la cenicienta de la esquina, debe de suponer para los millones de seguidores un acontecimiento de estriptís sideral. Algo así como cuando María José Cantudo lo dio todo frente al espejo de La trastienda.
Bien, Lady Gaga da la cara. No se la parten. Pero lo que le depara este salto al otro lado del espejo es un fogonazo fallido. No hay rastro de brillo en su irrupción en la gran pantalla. Cómo iba a haberlo cuando el vehículo que se le dispone es nada menos que la cuarta versión de Ha nacido una estrella, que filmó por primera vez William Wellman en 1937 con Janet Gaynor. Y que -para ponerle las cosas aún más feas a Lady Gaga- en su remake de 1957 vio nacer un tótem camp, la Judy Garland acunada por George Cukor.
De hecho, esto de creerse que una puede robarle el espacio de la leyenda a la Garland por el hecho de ser la vedette del momento ya tuvo una víctima anterior a la neoyorquina Gaga. En 1976, Barbra Streisand, entonces en su cima, se la pegó en una chafardera versión de este mismo libreto. En la versión de la Streisand, el partenaire que se ponía de alcohol y otras sustancias hasta las greñas era Kris Kristofferson. En este nuevo remake, quien acompaña a Lady Gaga es Bradley Cooper. No solo eso, también la dirige. Y Cooper parece querer inspirarse en el citado Kris Kristofferson, cuyo look de cantante country de trompas decididamente rancheras, parece querer emular.
De hecho, este Ha nacido una estrella que podrán ver en cines en unas semanas es tan superficial, anodino e innecesario como el de Streisand y Kristofferson. No hay en él ni rastro de la verdadera profundidad de la gran veta trágica, aquella en la que Judy Garland encontraba en James Mason el reflejo de sus propios excesos toxicómanos o pasionales en la vida real: los daños irreparables que las masas provocan en sus ídolos. Lady Gaga no está ni bien ni mal como actriz. Porque la carta de navegación dramática de su papel y del guion que firma un oscarizado Eric Roth dan encefalograma plano. Son dos horas y cuarto interminables que no le rentan a la diva por su cara lavada y sus lágrimas de cocodrila en un melodrama que nace muerto. Los seguidores de la causa disfrutarán los temas de la banda sonora. Hasta es posible que, en estos tiempos de posverdad, la propaganda, la orquestación de aplausos de claqué que le han montado en Venecia y en Toronto lleguen a garantizarle a Lady Gaga una nominación trucha al Oscar. La realidad es que a mí me parecieron más meritorios y genuinos los cameos canallas en la gótica y acerada American Horror Story. O con Robert Rodriguez, en Machete Kills o Sin City. Esto de ahora son fuegos fatuos, manejos de publicistas. Gaga de gaga.