Sobre libros, adicciones y alucinaciones

Luios Pousa PERIFERIAS

FUGAS

05 may 2017 . Actualizado a las 05:30 h.

No tienen gran reputación las antologías. Y eso que muchos nos hemos criado leyendo aquellas selecciones de textos que ya estaban ahí, a tiro de piedra del adolescente de bolsillos perforados, cuando las obras completas quedaban todavía muy lejos. Y si ciertos formatos, como la antología personal, sobrevivieron al paso del tiempo con cierto prestigio por ser el primer trampolín para adentrarse en el océano de escritores como Jorge Luis Borges, otras alternativas, como la recopilación de piezas de varios autores, resucitan ahora como una de las formas más accesibles que tiene el lector para descubrir nuevas voces.

Una de las editoriales que trabaja con esmero esta mirada colectiva es sin duda Demipage, que periódicamente nos sorprende con sus exquisitas antologías. Tras obsequiarnos con colecciones como Disculpe que no me levante (sobre la muerte y las muertes) o Besos a la luz de la lona (relatos alrededor del boxeo), el sello madrileño sube ahora la apuesta con Drogadictos, un conjunto nada convencional de cuentos sobre todo tipo de adicciones y alucinaciones.

Leemos aquí a Lara Moreno con una inquietante historia sobre opio e infancia; a Mario Bellatin, que recuerda los destrozos de la Talidomida; a Richard Parra (autor de la estremecedora novela Niños muertos) deambulando por los mundos de la base; a Carlos Velázquez enumerando los desvelos de la cocaína; a Irazoki descubriendo que cada hebra de tabaco es una bomba de surrealismo; y a José Ovejero, el único que huye de la química y sus viajes de salón para refugiarse en la adicción al sexo.

Hay que leer también, con la mirada perdida, a Sara Mesa, Juan Gracia Armendáriz, Juan Bonilla, Andrés Felipe Solano, Manuel Astur y Jean-François Martin. Pero, sobre todo, hay que detenerse en el relato de Marta Sanz: Buscamos una amapola que no se marchite. Este cuento, dedicado al omnipresente Lorazepam, narra un viaje en autobús entre Águilas y Almería. Un trayecto a lomos del insomnio entre pesadillas y murciélagos en el que Sanz, cuando a todos les da por profanar los autobuses, rescata la épica perdida del bus. La poesía del Greyhound y del coche de línea de Águilas.