La huella imperecedera del terror de Poe

FUGAS

28 abr 2017 . Actualizado a las 05:40 h.

Una de las noticias más felices que han traído los últimos años a la edición en España ha sido la aparición, de la mano de algunos sellos independientes, de nuevas traducciones de textos clásicos de la literatura universal. Y en Galicia tenemos la fortuna de contar con la responsable de algunas de las mejores versiones directas del inglés del actual panorama editorial español: la coruñesa Susana Carral.

Suyo fue el descomunal trabajo de trasladar al castellano la maravillosa saga de los Forsyte, del nobel británico John Galsworthy, para Reino de Cordelia. Ahora ha vuelto a preparar para el sello madrileño una exquisita traducción de Diez cuentos de terror, de Edgar Allan Poe, textos seleccionados por Luis Alberto de Cuenca e ilustrados por María Espejo. Aunque todos guardamos en la memoria la formidable traducción de Julio Cortázar de los relatos de Poe, esta nueva versión, más próxima al original inglés, permite al lector contemporáneo reencontrarse directamente -sin la poderosa intermediación de todo un Cortázar, que inevitablemente impregnaba de su fabuloso estilo todos los textos que tocaba- con algunos de los relatos más memorables de la narrativa de todos los tiempos.

Porque si Poe se fue a la Rue Morgue para inventar el relato policíaco tal y como lo hemos conocido hasta ahora, todo cuento de terror lleva también su huella imperecedera. Volvemos aquí a estremecernos con textos como Berenice o Ligeia, a dejarnos poseer por la decadencia con El hundimiento de la casa Usher, a sentir la llegada del fin con La máscara de la Muerte Roja y a atisbar ciertos túneles de ida y vuelta entre la vida y la muerte en La verdad del caso del señor Valdemar. Si uno quiere sentir ese terror que se filtra bajo la piel, hasta las entrañas mismas, basta con releer los finales irremediables de El corazón delator o El gato negro; puede palpar la angustia infinita de El entierro prematuro o recorrer las húmedas catacumbas de los Montresor hasta desvanecerse en la noche de El barril de amontillado.

Aunque, por supuesto, nada como el remate de El pozo y el péndulo. Un final escrito con la navaja de un talento que no deja de asombrarnos.